martes, 19 de abril de 2011

El hambre, de Manuel Mujica Láinez




Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.

Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.

Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto.A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.

Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad...
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.

Misteriosa Buenos Aires (1950)

Fausto, de Estanislao del Campo




FAUSTO

(Impresiones del gaucho Anastasio El Pollo)


I

En un overo rosao,
Flete nuevo y parejito,
Caía al bajo, al trotecito,
Y lindamente sentao,
Un paisano del Bragao,
De apelativo Laguna:
Mozo jinetazo ¡ahijuna!,
Como creo que no hay otro,
Capaz de llevar un potro
A sofrenarlo en la luna.

¡Ah criollo! si parecía
Pegao en el animal,
Que aunque era medio bagual,
A la rienda obedecía
De suerte, que se creería
Ser no sólo arrocinao,
Sino tamién del recao
De alguna moza pueblera.
¡Ah Cristo! ¡quién lo tuviera!...
¡Lindo el overo rosao!

Como que era escarciador,
Vivaracho y coscojero,
Le iba sonando al overo
La plata que era un primor;
Pues eran plata el fiador,
Pretal, espuelas, virolas
Y en las cabezadas solas
Traiba el hombre un Potosí:
¡Qué!... Si traía, para mí,
Hasta de plata las bolas.

En fin: -como iba a contar,
Laguna al río llegó,
Contra una tosca se apió
Y empezó a desensillar.
En esto, dentró a orejiar
Y a resollar el overo,
Y jué que vido un sombrero
Que del viento se volaba
De entre una ropa, que estaba
Más allá, contra un apero.

Dió güelta y dijo el paisano:
-¡Vaya "Záfiro"! ¿qué es eso?
Y le acarició el pescuezo
Con la palma de la mano.
Un relincho soberano
Pegó el overo que vía,
A un paisano que salía
Del agua, en un colorao,
Que al mesmo overo rosao
Nada le desmerecía.

Cuando el flete relinchó,
Media güelta dió Laguna,
Y ya pegó el grito: -¡ahijuna!
¿No es el Pollo?
-Pollo, no,
Ese tiempo se pasó.
(Contestó el otro paisano),
Ya soy jaca vieja, hermano,
Con las púas como anzuelo,
Y a quien ya le niega el suelo
Hasta el más remoto grano.

Se apió el Pollo y se pegaron
Tal abrazo con Laguna,
Que sus dos almas en una
Acaso se misturaron.

Cuando se desenredaron,
Después de haber lagrimiao
El overito rosao
Una oreja se rascaba
Visto que la refregaba
En la clin del colorao.

-Velay, tienda el cojinillo
Don Laguna, sientesé
Y un ratito aguardemé
Mientras maneo el potrillo:
Vaya armando un cigarrillo,
Si es que el vicio no ha olvidao,
Ahí tiene contra el recao
Cuchillo, papel y un naco:
Yo siempre pico el tabaco
Por no pitarlo aventao.

-Vaya amigo, le haré gasto...
-¿No quiere maniar su overo?
-Dejeló a mi parejero
Que es como mata de pasto.
Ya una vez, cuando el abasto,
Mi cuñao se desmayó;
A los tres días volvió
Del insulto, y crea amigo,
Peligra lo que le digo:
El flete ni se movió.

- ¡ Bien haiga gaucho embustero!
¿ Sabe que no me esperaba
Que soltase una guayaba
De ese tamaño, aparcero?
Ya colijo que su overo
Está tan bien enseñao,
Que si en vez de desmayao
El otro hubiera estao muerto,
El fin del mundo, por cierto,
Me lo encuentra allí parao.

-Vean como le buscó
La güelta... ¡bien haiga el Pollo!
Siempre larga todo el rollo
De su lazo...
¡Y cómo no!
¿O se ha figurao que yo
Asina nomás las trago?
¡Hágase cargo!...
-Ya me hago...

-Prieste el juego.
-Tómelo.
Y aura le pregunto yo
¿Qué anda haciendo en este pago?
-Hace como una semana
Que he bajao a la ciudá,
Pues tengo necesidá
De ver si cobro una lana,
Pero me andan con mañana
Y no hay plata, y venga luego.
Hoy no más cuasi le pego
En las aspas con la argolla
A un gringo, que aunque es de embrolla
Ya le he maliciao el juego.

-Con el cuento de la guerra
Andan matreros los cobres,
Vamos a morir de pobres
Los paisanos de esta tierra.-
Yo cuasi he ganao la sierra
De puro desesperao...
Yo me encuentro tan cortao
Que a veces se me hace cierto
Que hasta ando jediendo a muerto...

-Pues yo me hallo hasta empeñao.
- ¡Vaya un lamentarse! ¡ahijuna!...
Y eso es de vicio, aparcero:
A usté lo ha hecho su ternero
La vaca de la fortuna.
Y no llore, Don Laguna,
No me lo castigue Dios:
Si no comparemolós
Mis tientos con su chapiao,
Y así en limpio habrá quedao,
El más pobre de los dos.

-¡Vean si es escarbador
Este Pollo! ¡Virgen mía!
Si es pura chafalonía...
-¡Eso sí, siempre pintor!
-Se la gané a un jugador
Que vino a echarla de güeno.
Primero le gané el freno
Con riendas y cabezadas,
Y en otras cuantas jugadas
Perdió el hombre hasta lo ajeno.

¿Y sabe lo que decía
Cuando se vía en la mala?
El que me ha pelao la chala
Debe tener brujería.
A la cuenta se creería
Que el Diablo y yo...
¡Callesé!
¿Amigo, no sabe usté
Que la otra noche lo he visto
Al demonio?
-¡Jesucristo!
-Hace bien, santigüesé,
-¡Pues no me he de santiguar!

Con esas cosas no juego;
Pero no importa, le ruego
Que me dentre a relatar
El cómo llegó a topar
Con el malo. ¡Virgen santa!
Sólo el pensarlo me espanta...
-Güeno, le voy a contar
Pero antes voy a buscar
Con qué mojar la garganta.

El Pollo se levantó
Y se jué en su colorao,
Y en el overo rosao
Laguna al agua dentró.
Todo el baño que le dió
Jué dentrada por salida
Y a la tosca consabida
Don Laguna se volvió
Ande a Don Pollo lo halló
Con un frasco de bebida.

-Larguesé al suelo, cuñao
Y vaya haciéndose cargo,
Que puede ser más que largo
El cuento que le he ofertao.
Desmanée el colorao,
Desate su maniador,
Y en ancas, haga el favor
De acollararlos...
-Al grito:
¿Es manso el coloradito?
-¡Ese es un trebo de olor!

-Ya están acollaraditos...
-Dele un beso a esa giñebra:
Yo le hice sonar de una hebra
Lo menos diez golgoritos...
-Pero esos son muy poquitos
Para un criollo como usté,
Capaz de prenderselé
A una pipa de lejía...
-Hubo un tiempo en que solía...
-Vaya, amigo, larguesé.



II

-Como a eso de la oración
Aura cuatro o cinco noches,
Vide una fila de coches
Contra el tiatro de Colón.

La gente en el corredor,
como hacienda amontonada,
Pujaba desesperada
Por llegar al mostrador.

Allí a juerza de sudar,
Y a punta de hombro y de codo,
Hice, amigaso, de modo
Que al fin me pude arrimar.
Cuando compré mi dentrada
Y di güelta... ¡Cristo mío!
Estaba pior el gentío
Que una mar alborotada.

Era a causa de una vieja
Que le había dao el mal...
-Y si es chico ese corral,
¿ A qué encierran tanta oveja?
-Ahí verá: -por fin, cuñao,
A juerza de arrempujón,
Salí como mancarrón
Que lo sueltan trasijao.

Mis botas nuevas quedaron
Lo propio que picadillo,
Y el fleco del calzoncillo
Hilo a hilo me sacaron.

Y para colmo, cuñao
De toda esta desventura,
El puñal, de la cintura,
Me lo habían refalao.

-Algún gringo como luz
Para la uña, ha de haber sido.
-¡Y no haberlo yo sentido!
En fin, ya le hice la cruz.

Medio cansao y tristón
Por la pérdida, dentré
Y una escalera trepé
Con ciento y un escalón.

Llegué a un alto finalmente,
Ande va la paisanada,
Que era la última camada
En la estiba de la gente.

Ni bien me había sentao,
Rompió de golpe la banda,
Que detrás de una baranda
La habían acomodao.

Y ya tamién se corrió
Un lienzo grande, de modo
Que a dentrar con flete y todo
Me aventa, creameló.

Atrás de aquel cortinao
Un Dotor apareció,
Que asigún oí decir yo,
Era un tal Fausto mentao.

-¿Dotor dice? Coronel
De la otra banda, amigaso;
Lo conozco a ese criollaso
Porque he servido con él.

-Yo tamién lo conocí
Pero el pobre ya murió.
¡Bastantes veces montó
Un zaino que yo le di!

Dejeló al que está en el cielo
Que es otro Fausto el que digo,
Pues bien puede haber, amigo,
Dos burros del mesmo pelo.

-No he visto gaucho más quiebra,
Para retrucar ¡ahijuna!...
Dejemé hacer, Don Laguna,
Dos gárgaras de giñebra.

Pues como le iba diciendo,
El Dotor apareció,
Y en público se quejó
De que andaba padeciendo.

Dijo que nada podía
Con la cencia que estudió,
Que él a una rubia quería,
Pero que a él la rubia no.

Que al ñudo la pastoriaba
Dende el nacer de la aurora,
Pues de noche y a toda hora
Siempre tras de ella lloraba.
Que de mañana a ordeñar
Salía muy currutaca,
Que él le maniaba la vaca,
Pero pare de contar.

Que cansado de sufrir,
Y cansado de llorar,
Al fin se iba a envenenar
Porque eso no era vivir.

El hombre allí renegó,
Tiró contra el suelo el gorro,
Y, por fin, en su socorro
Al mesmo Diablo llamó.

¡Nunca lo hubiera llamao!
¡Viera sustaso, por Cristo!
¡Ahí mesmo jediendo a misto,
Se apareció el condenao

Hace bien: persinesé
Que lo mesmito hice yo.
-¿Y cómo no disparó?
-Yo mesmo no sé porqué.

¡Viera al Diablo! Uñas de gato,
Flacón, un sable largote,
Gorro con pluma, capote
Y una barba de chivato.

Medias hasta la berija,
Con cada ojo como un charco,
Y cada ceja era un arco
Para correr la sortija.

"Aquí estoy a su mandao,
Cuente con un servidor",
Le dijo el Diablo al Dotor,
Que estaba medio asonsao.

"Mi Dotor, no se me asuste
Que yo lo vengo a servir.
Pida lo que ha de pedir
Y ordenemé lo que guste".

El Dotor, medio asustao,
Le contestó que se juese...
-Hizo bien: ¿ no le parece?
-Dejuramente, cuñao.

Pero el Diablo comenzó
A alegar gastos de viaje
Y a medio darle coraje
Hasta que lo engatusó.

-¿No era un Dotor muy projundo?
¿Cómo se dejó engañar?
-Mandinga es capaz de dar
Diez güetas a medio mundo.

El Diablo volvió a decir:
"Mi dotor, no se me asuste,
Ordenemé en lo que guste,
Pida lo que ha de pedir.

Si quiere plata, tendrá:
Mi bolsa siempre está llena,
Y más rico que Anchorena,
Con decir quiero, será.

No es por la plata que lloro,
Don Fausto le contestó:
Otra cosa quiero yo
Mil veces mejor que el oro.

"Yo todo lo puedo dar,
Retrucó el Ray del Infierno,
Diga: -¿quiere ser Gobierno?
Pues no tiene más que hablar".

-No quiero plata ni mando,
Dijo Don Fausto, yo quiero
El corazón todo entero
De quien me tiene penando.

No bien esto el Diablo oyó,
Soltó una risa tan fiera,
Que toda la noche entera
En mis orejas sonó.

Dio en el suelo una patada,
Una paré se partió,
Y el Dotor, fulo, miró
A su prenda idolatrada.

-¡Canejo!... ¿será verdá?
¿Sabe que se me hace cuento?
-No crea que yo le miento:
Lo ha visto media ciudá.

¡Ah, Don Laguna! ¡si viera
Qué rubia!... Creameló:
Creí que estaba viendo yo
Alguna virgen de cera.

Vestido azul, medio alzao,
Se apareció la muchacha:
Pelo de oro, como hilacha
De choclo recién cortao.

Blanca como una cuajada,
Y celeste la pollera,
Don Laguna, si aquello era
Mirar a la Inmaculada.

Era cada ojo un lucero,
Sus dientes, perlas del mar,
Y un clavel al reventar
Era su boca, aparcero.

Ya enderezó como loco
El Dotor cuando la vió,
Pero el Diablo lo atajó
Diciendolé: -"Poco a poco:

Si quiere, hagamos un pato;
Usté su alma me ha de dar
Y en todo lo he de ayudar.
¿Le parece bien el trato?"

Como el Dotor consintió,
El Diablo sacó un papel
Y lo hizo firmar en él
Cuanto la gana le dió.

-¡Dotor, y hacer ese trato!
-¿Qué quiere hacerle, cuñao
Si se topó ese abogao
Con la horma de su zapato?

Ha de saber que el Dotor
Era dentrao en edá,
Asma es que estaba ya
Bichoco para el amor.

Por eso, al dir a entregar
La contrata consabida,
Dijo:-"¿Habrá alguna bebida
Que me pueda remozar?"

Yo no sé qué brujería,
Misto, mágica o polvito
Le echó el Diablo y... ¡ Dios bendito!
¡Quién demonios lo creería!

Por eso, al dir a entregar
La contrata consabida,
Dijo:-"¿Habrá alguna bebida
Que me pueda remozar?"

Yo no sé qué brujería,
Misto, mágica o polvito
Le echó el Diablo y... ¡ Dios bendito!
¡Quién demonios lo creería!

-¿Qué dice?... ¡barbaridá!...
¡Cristo padre!... ¿Será cierto?
-Mire: que me caiga muerto
Si no es la pura verdá.

El Diablo entonces mandó
A la rubia que se juese
Y que la paré se uniese,
Y la cortina cayó.

A juerza de tanto hablar
Se me ha secao el garguero:
Pase el frasco, compañero.
-¡Pues no se lo he de pasar!



III

-Vea los pingos...
-¡Ah, hijitos!
Son dos fletes soberanos.
-¡Como si jueran hermanos
Bebiendo la agua juntitos!

¿Sabe que es linda la mar?
-¡La viera de mañanita
Cuando a gatas la puntita
Del sol comienza a asomar!

Usté ve venir a esa hora,
Roncando la marejada,
Y ve la espuma encrespada
Los colores de la aurora.

A veces con viento en la anca,
Y con la vela al solsito,
Se ve cruzar un barquito
Como una paloma blanca.

Otras, usté ve, patente,
Venir boyando un islote,
Y es que trai a un camalote
Cabrestiando la corriente.

Y con un campo quebrao,
Bien se puede comparar,
Cuando el lomo empieza a hinchar
El río medio alterao.

Las olas chicas, cansadas,
A la playa a gatas vienen,
Y allí en lamber se entretienen

Las arenitas labradas.
Es lindo ver en los ratos
En que la mar ha bajao,
Cair volando al desplayao
Gaviotas, garzas y patos.

Y en las toscas, es divino,
Mirar las olas quebrarse,
Como al fin viene a estrellarse
El hombre con su destino.

Y no sé qué da el mirar
Cuando barrosa y bramando,
Sierras de agua viene alzando
Embravecida la mar.

Parece que el Dios del cielo
Se amostrase retobao,
Al mirar tanto pecao
Como se ve en este suelo.

Y es cosa de bendecir,
Cuando el Señor la serena,
Sobre ancha cama de arena
Obligándola a dormir.

Y es muy lindo ver nadando
A flor de agua algún pescao:
Van, como plata, cuñao,
Las escamas relumbrando.

-¡Ah, Pollo! Ya comenzó
A meniar taba: ¿y el caso?
-Dice muy bien amigazo:
Seguiré contandoló.

El lienzo otra vez alzaron
Y apareció un bodegón,
Ande se armó una runión
En que algunos se mamaron.

Un don Valentín, velay,
Se hallaba allí en la ocasión,
Capitán muy guapetón
Que iba a dir al Paraguay.

Era hermano, el ya nombrao,
De la rubia y conversaba
Con otro mozo que andaba
Viendo de hacerlo cuñao.

Don Silverio o cosa así,
Se llamaba este individuo,
Que me pareció medio ido
O sonso cuanto lo vi.

Don Valentín le pedía
Que a la rubia la sirviera
En su ausencia...
-¡Pues, sonsera!
¡El otro qué más quería!

-El Capitán con su vaso,
A los presentes brindó,
Y en esto se apareció
De nuevo el Diablo, amigaso.

Dijo que si lo almitían
Tamién echaría un trago,
Que era por no ser del pago

Que allí no lo conocían.
Dentrando en conversación
Dijo el Diablo que era brujo:
Pidió un ajenjo, y lo trujo
El mozo del bodegón.

No tomo bebida sola,
Dijo el Diablo; se subió
A un banco y vi que le echó
Agua de una cuarterola.

Como un tiro de jusil
Entre la copa sonó,
Y a echar llamas comenzó
Como si juera un candil.

Todo el mundo reculó.
Pero el Diablo sin turbarse
Les dijo: -No hay que asustarse,
Y la copa se empinó.

-¡Qué buche! ¡Dios soberano!
-Por no parecer morao
El capitán jué, cuñao,
Y le dio al Diablo la mano.

Satanás le registró
Los dedos con grande afán
Y le dijo: -Capitán,
Pronto muere, crealó.

El Capitán, retobao,
Peló la lata, y Luzbel
No quiso ser menos que él
Y peló un amojosao.

Antes de cruzar su acero,
El Diablo el suelo rayó:
¡Viera el juego que salió!
-¡Qué sable para yesquero!

-¿Qué dice? ¡Había de oler
El jedor que iba largando
Mientras estaba chispiando
El sable de Lucifer!

No bien a tocarse van
Las hojas, creameló,
La mitá al suelo cayó,
Del sable del Capitán.

"¡Este es el Diablo en figura
De hombre!", el Capitán gritó
Y al grito le presentó
La cruz de la empuñadura.

¡Viera al Diablo retorcerse
Como culebra, aparcero!
-¡Oiganlé!...
-Mordió el acero
Y comenzó a estremecerse.

Los otros se aprovecharon
Y se apretaron el gorro:
Sin duda a pedir socorro
O a dar parte dispararon.

En esto don Fausto entró
Y conforme al Diablo vido,
Le dijo: -¿Qué ha sucedido?
Pero él se desentendió.

El Dotor volvió a clamar
Por su rubia, y Lucifer,
Valido de su poder,
Se la volvió a presentar.

Pues que golpeando en el suelo.
En un baile apareció
Y don Fausto le pidió
Que lo acompañase a un cielo.

No hubo forma que bailara:
La rubia se encaprichó;
De balde el Dotor clamó
Por que no lo desairara.

Cansao ya de redetirse
Le contó al Demonio el caso;
Pero él le dijo: "Amigaso,
No tiene porqué afligirse:

Si en el beile no ha alcanzao
El poderla arrocinar,
Deje, le hemos de buscar
La güelta por otro lao.

Y mañana, a más tardar,
Gozará de sus amores.
Que otras mil veces mejores
Las he visto cabrestiar."

¡Balsa general! gritó
El bastonero mamao;
Pero en esto el cortinao
Por segundo vez cayó.

Armemos un cigarrillo
Si le parece...
-¡Pues no!
-Tome el naco, piqueló,
Usté tiene mi cuchillo.

IV

Ya se me quiere cansar
El flete de mi relato...
-Priendalé guasca otro rato:
Recién comienza a sudar.

-No se apure: aguardesé:
¿Cómo anda el frasco?...
-Tuavía
Hay con que hacer medio día:
Ahí lo tiene, prendalé.

-¿Sabe que este giñebrón
No es para beberlo solo?
Si alvierto, traigo un chicholo
O un cacho de salchichón.

-Vaya, no le ande aflojando,
Dele trago y domeló,
Que a reiz de las carnes yo
Me lo estoy acomodando.

-¿Qué tuavía no ha almorzao?
-Ando en ayunas, don Pollo:
Porque, ¿a qué contar un bollo
Y un cimarrón aguachao?

Tenía hecha la intención
De ir a la fonda de un gringo
Después de bañar el pingo.
-Pues vámonos del tirón.

-Aunque ando medio delgao
Don Pollo, no le permito
Que me merme ni un chiquito
Del cuento que ha comenzao.

-Pues entonces allá va:
Otra vez el lienzo alzaron
Y hasta mis ojos dudaron
Lo que vi... ¡barbaridá!

¡Qué quinta! ¡Virgen bendita!
¡Viera, amigaso, el jardín!
Allí se vía el jazmín,
El clavel, la margarita,

El toronjil, la retama,
Y hasta estuatas, compañero,
Al lao de ésa, era un chiquero
La quinta de don Lezama.

Entre tanta maravilla
Que allí había y medio a un lao
Habían edificao
Una preciosa casilla.

Allí la rubia vivía
Entre las flores como ella,
Allí brillaba esa estrella
Que el pobre Dotor seguía.

Y digo pobre Dotor,
Porque pienso, Don Laguna,
Que no hay desgracia ninguna
Como un desdichao amor.

-Puede ser; pero, amigaso,
Yo en las cuartas no me enriedo,
Y en un lance en que no puedo,
Hago de mi alma un cedaso.

Por hembras yo no me pierdo:
La que me empaca su amor
Pasa por el cernidor
Y... si te vi, no me acuerdo.

Lo demás, es calentarse
El mate al divino ñudo...
-¡Feliz quien tenga ese escudo
Con qué poder rejuardarse!

Pero usté habla, don Laguna,
Como un hombre que ha vivido
Sin haber nunca querido
Con alma y vida a ninguna.

Cuando un verdadero amor
Se estrella en un alma ingrata,
Más vale el fierro que mata,
Que el fuego devorador,

Siempre ese amor lo persigue
Adonde quiera que va:
Es una fatalidá
Que a todas partes lo sigue.

Si usté en su rancho se queda,
O si sale para un viage,
Es de balde: no hay parage
Ande olvidarla usté pueda.

Cuando duerme todo el mundo,
Usté, sobre su recao,
Se da güelta, desvelao,
Pensando en su amor projundo.

Y si el viento hace sonar
Su pobre techo de paja,
Cree usté que es ella que baja
Sus lágrimas a secar.

Y si en alguna lomada
Tiene que dormir al raso,
Pensando en ella, amigaso,
Lo hallará la madrugada.

Allí acostao sobre abrojos,
Y entre cardos, Don Laguna,
Verá su cara en la luna,
Y en las estrellas sus ojos.

¿Qué habrá que no le recuerde
Al bien de su alma querido,
Si hasta cree ver su vestido
En la nube que se pierde?

Asina sufre en la ausiencia
Quien sin ser querido quiere:
Aura verá cómo muere
De su prenda en la presencia.

Si en frente de esa deidad
En alguna parte se halla,
Es otra nueva batalla
Que el pobre corazón da.

Si con la luz de sus ojos
Le alumbra la triste frente,
Usté, Don Laguna, siente
El corazón entre abrojos.

Su sangre comienza alzarse
A la cabeza en tropel,
Y cree que quiere esa cruel
En su amargura gozarse.

Y si la ingrata le niega
Esa ligera mirada,
Queda su alma abandonada
Entre el dolor que la aniega.

Y usté, firme en su pasión...
Y van los tiempos pasando.
Un hondo surco dejando
En su infeliz corazón.

-Güeno, amigo, así será,
Pero me ha sentao el cuento.
-¡Qué quiere! Es un sentimiento...
Tiene razón, allá va:

Pues, señor, con gran misterio,
Traindo en la mano una cinta,
Se apareció entre la quinta
El sonso de don Silverio.

Sin duda alguna saltó
Las dos zanjas de la güerta,
Pues esa noche su puerta
La mesma rubia cerró.

Rastriándolo se vinieron
El Demonio y el Doctor
Y tras dos árbol mayor
A aguaitarlo se escondieron.

Con las flores de la güerta
Y la cinta, un ramo armó
Don Silverio, y lo dejó
Sobre el umbral de la puerta.

-¡Que no cairle una centella!
-¿A quién? ¿Al sonso?
-¡Pues digo!...
¡Venir a osequiarla, amigo,
Con las mesmas flores de ella.

-Ni bien acomodó el guacho
Ya rumbió...
-¡Miren qué hazaña!
Eso es ser más que lagaña
Y hasta da rabia, caracho!

-El Diablo entonces salió
Con el Dotor y le dijo
"Esta vez priende de fijo
La vacuna, crealó.

Y el capote haciendo a un lao,
desenvainó allí un baulito
Y jué y lo puso juntito
Al ramo del abombao.

-No me hable de ese mulita:
¡Que apunte para una banca!
¿ A que era mágica blanca
Lo que trujo en la cajita?

-Era algo más eficaz
Para las hembras, cuñao,
Verá si las ha calao
De lo lindo Satanás.

Tras del árbol se escondieron
Ni bien cargaron la mina,
Y más que nunca, divina,
Venir a la rubia vieron.

La pobre, sin alvertir,
En un banco se sentó,
Y un par de medias sacó
Y las comenzó a surcir.

Cinco minutos, por junto,
En las medias trabajó,
Por lo que carculo yo
Que tendrían solo un punto.

Dentró a espulgar a un rosal,
Por la hormiga consumido.
Y entonces jué cuando vido
Caja y ramo en el umbral.

Al ramo no le hizo caso,
Enderezó a la cajita,
Y sacó... ¡Virgen bendita!
¡ Viera qué cosa, amigaso!

¡Qué anillo, que prendedor!
¡Qué rosetas soberanas!
¡Qué collar! ¡Qué carabanas!
-¡Vea el Diablo tentador!

-¿No le dije, don Laguna?
La rubia allí se colgó
Las prendas, y aparecio
Más platiada que la luna.

En la caja, Lucifer
Había puesto un espejo...
-¿Sabe que el Diablo, canejo,
La conoce a la mujer?

-Cuando la rubia gastaba
Tanto mirarse la luna,
Se apareció, don Laguna,
La vieja que la cuidaba.

¡Viera la cara, cuñao,
De la vieja al ver brillar
Como reliquias de altar
Las prendas del condenao!

"¡Diaónde este lujo sacás!"
La vieja, fula, decía,
Cuando gritó: -"¡Avemaría!"
En la puerta, Satanás.

-"¡Sin pecao! ¡Dentre, señor!"
-"¿No hay perros?" - "¡Ya los
[ataron!"
Y ya también se colaron
El Demonio y el Dotor.

El Diablo allí comenzó
A enamorar a la vieja
Y el dotorcito a la oreja
De la rubia se pegó.

-¡Vea al Diablo haciendo gancho!
-El caso jué que logró
Reducirla y la llevó
A que le amostrase un chancho.

-¿Por supuesto, el Dotorcito
Se quedó allí mano a mano?
-Dejuro, ya verá, hermano,
La liendre que era el mocito.

Corcobió la rubiecita
Pero al fin se sosegó,
Cuando el Dotor le contó
Que él era el de la cajita.

Asigún lo que presumo,
La rubia aflojaba laso,
Porque el Dotor, amigaso,
Se le quería ir al humo.

La rubia lo malició
Y por entre las macetas
Le hizo unas cuantas gambetas
Y la casilla ganó.

El Diablo tras de un rosal,
Sin la vieja apareció..
-¡A la cuenta la largó
Jediendo entre algún maizal!

-La rubia, en vez de acostarse
Se lo pasó en la ventana,
Y allí aguardó la mañana
Sin pensar en desnudarse.

Ya la luna se escondía
Y el lucero se apagaba,
Y ya también comenzaba
A venir clariando el día.

¿No ha visto usté de un yesquero
Loca una chispa salir,
Como dos varas seguir
Y de ahí perderse, aparcero?

Pues de ese modo cuñao,
Caminaban las estrellas
A morir, sin quedar de ellas
Ni un triste rastro borrao.

De los campos el aliento
Como sahumerio venía,
Y alegre ya se ponía
El ganao en movimiento.

En los verdes arbolitos,
Gotas de cristal brillaban,
Y al suelo se descolgaban
Cantando los pajaritos

Y era, amigaso, un contento
Ver los junquillos doblarse
Y los claveles cimbrarse
Al soplo del manso viento.

Y al tiempo de reventar
El botón de alguna rosa,
Venir una mariposa
Y comenzarlo a chupar.

Y si se pudiera al cielo
Con un pingo comparar.
Tamién podría afirmar
Que estaba mudando pelo.

-¡No sea bárbaro canejo!
¡Qué comparancia tan fiera!
-No hay tal: pues de zaino que era
Se iba poniendo azulejo.

¿Cuando ha dao un madrugón
No ha visto usté, embelesao,
Ponerse blanco-azulao
El más negro ñubarrón?

-Dice bien, pero su caso
Se ha hecho medio empacador...
-Aura viene lo mejor,
Pare la oreja, amigaso.

El Diablo dentró a retar
Al Dotor, y entre el responso,
Le dijo: "¿Sabe que es sonso?
¿Pa qué la dejó escapar?"

"Ahí la tiene en la ventana:
Por suerte no tiene reja,
Y antes que venga la vieja
Aproveche la mañana".

Don Fausto ya atropelló
Diciendo -"¡Basta de ardiles!"
La cazó de los cuadriles
Y ella... ¡también lo abrazó!

-¡Oiganlé a la dura!
-En esto
Bajaron el cortinao:
Alcance el frasco, cuñao.
-A gatas le queda un resto.

V

-Al rato el lienzo subió
Y deshecha y lagrimiando,
Contra una máquina hilando,
La rubia se apareció.

La pobre dentró a
Tan amargamente allí,
Que yo a mis ojos sentí
Dos lágrimas asomarse

- ¡ Qué vergüenza!
-Puede ser:
Pero, amigaso, confiese
Que a usté tamién lo enternece
El llanto de una mujer.

Cuando a usté un hombre lo ofiende,
Ya sin mirar para atrás,
Pela el flamenco y ¡sas! ¡tras!
Dos puñaladas le priende.

Y cuando la autoridá
La partida le ha soltao,
Usté en su overo rosao
Bebiendo los vientos va.

Naides de usté se despega
Porque se haiga desgraciao,
Y es muy bien agasajao
En cualquier rancho a que llega.

Si es hombre trabajador
Ande quiera gana el pan:
Para eso con usté van
Bolas, lazo y maniador.

Pasa el tiempo, vuelve al pago
Y cuanto más larga ha sido
Su ausencia, usté es recebido
Con más gusto y más halago.
Engaña usté a una infeliz,
Y para mayor vergüenza,
Va y le cerdea la trenza,
Antes de hacerse perdiz.

La ata, si le da la gana
En la cola de su overo
Y le amuestra al mundo entero
La trenza de ña Julana.

Si ella tuviese un hermano,
Y en su rancho miserable
Hubiera colgao un sable,
Juera otra cosa, paisano.

Pero sola y despreciada
En el mundo, ¿ qué ha de hacer?
¿A quién la cara volver?
¿Ande llevar la pisada?

Soltar al aire su queja
Será su solo consuelo,
Y empapar con llanto el pelo
Del hijo que usté le deja.
Pues ese dolor projundo
A la rubia la secaba
Y por eso se quejaba
Delante de todo el mundo.

Aura, confiese, cuñao,
Que el corazón más calludo
Y el gaucho más entrañudo
Allí habría lagrimiao.
¿Sabe que me ha sucedido
De lo lindo el corazón?
Vea, si no, el lagrimón
Que al oirlo se me ha salido!
-¡Oirganlé!

-Me ha redotao.
¡No guarde rencor, amigo!
-Si es en broma que le digo...
-Siga su cuento, cuñao.

-La rubia se arrebozó
Con un pañuelo ceniza,
Diciendo que se iba a misa
Y puerta ajuera salió.

Y crea usté lo que guste
Porque es cosa de dudar...
¡Quién había de esperar
Tan grande desbarajuste!

Todo el mundo estaba ageno
De lo que allí iba a pasar,
Cuando el Diablo hizo sonar
Como un pito de sereno.

Una iglesia apareció
En menos que canta un gallo.
-¡Vea si dentra a caballo!
-¡Me larga, creameló!

Creo que estaban alzando
En una misa cantada,
Cuando aquella desgraciada
Llegó a la puerta llorando.

Allí la pobre cayó
De rodillas sobre el suelo,
Alzó los ojos al cielo
Y cuatro credos rezó.

Nunca he sentido más pena
Que al mirar a esa mujer:
Amigo: aquello era ver
A la mesma Magalena.

De aquella rubia rosada
Ni rastro había quedao:
Era un clavel marchitao,
Una rosa deshojada.

Su frente que antes brilló
Tranquila como la luna,
Era un cristal, don Laguna,
Que la desgracia enturbió.

Ya de sus ojos hundidos
Las lágrimas se secaban
Y entre-temblando rezaban
Sus labios descoloridos.

Pero el Diablo la uña afila,
Cuando está desocupao,
Y allí estaba el condenao
A una vara de la pila.
La rubia quiso dentrar,
Pero el Diablo la atajó,
Y tales cosas le habló
Que la obligó a disparar.

Cuasi le da el acidente
Cuando a su casa llegaba:
La suerte que le quedaba
En la vedera de enfrente.

Al rato el Diablo dentró
Con don Fausto muy del brazo
Y una guitarra, amigaso,
Ahí mesmo desenvainó.

-¿Qué me dice, amigo Pollo?
-Como lo oye, compañero;
El Diablo es tan guitarrero
Como el paisano más criollo.

El sol ya se iba poniendo,
La claridá se ahuyentaba
Y la noche se acercaba
Su negro poncho tendiendo.

Ya las estrellas brillantes
Una por una salían,
Y los montes parecían
Batallones de gigantes.

Ya las ovejas balaban
En el corral prisioneras,
Y ya las aves caseras
Sobre el alero ganaban.

El toque de la oración
triste los aires rompía
Y entre sombras se movia
El crespo sauce llorón.

Ya sobre el agua estancada
De silenciosa laguna,
Al asomarse, la luna,
Se miraba retratada.

Y haciendo un estraño ruido
En las hojas trompezaban
Los pájaros que volaban
A guarecerse en su nido.
Ya del sereno brillando
La hoja de la higuera estaba,
Y la lechuza pasaba
De trecho en trecho chillando.

La pobre rubia, sin duda,
En llanto se deshacía,
Y rezando a Dios pedía
Que le emprestase su ayuda.

Yo presumo que el Dotor,
Hostigao por Satanás,
Quería otras hojas más
De la desdichada flor.

A la ventana se arrima
Y le dice el condenao:
"Dele no más sin cuidao
Aunque reviente la prima".

El diablo a gatas tocó
Las clavijas, y al momento,
Como un arpa, el istrumento
De tan bien templao sonó.

-Tal vez lo traiba templao
Por echarla de baquiano...
-Todo puede ser, hermano,
Pero ¡oyese al condenao!

Al principio se florió
Con un lindo bordoneo
Y en ancas de aquel floreo
Una décima cantó.

No bien llegaba al final
De su canto, el condenao,
Cuando el Capitán, armao
Se apareció en el umbral.

-Pues yo en campaña lo hacía...
-Daba la casualidá
Que llegaba a la ciudá
En comisión, ese día.
-Por supuesto, hubo fandango...
-La lata ahí no más peló
Y al infierno le aventó
De un cintarazo el changango.

-¡Lindo el mozo!
-¡Pobrecito!
-¿Lo mataron?
-Ya verá:
Peló un corbo el Dotorcito
Y el Diablo... ¡barbaridá!

Desenvainó una espadita
Como un viento; lo embasó
Y allí no más ya cayó
El pobre...
-¡Anima bendita!

-A la trifulca y al ruido
En montón la gente vino...
-¿Y el Dotor y el asesino?
-Se habían escabullido.

La rubia tamién bajó
Y viera aflición, paisano,
Cuando el cuerpo de su hermano
Bañao en sangre miró.

A gatas medio alcanzaron
A darse una despedida,
Porque en el cielo, sin vida,
Sus dos ojos se clavaron.

Bajaron el cortinao,
De lo que yo me alegré:
-Tome el frasco, prendalé.
-Sírvase no más, cuñao.

VI

-¡Pobre rubia! Vea usté
Cuánto ha venido a sufrir:
Se le podía decir:
¡Quién te vido y quién te ve!

-Ansí es el mundo, amigaso:
Nada dura, don Laguna,
Hoy nos ríe la fortuna.
Mañana nos da un guascaso.

Las hembras en mi opinión
Train un destino más fiero
Y si quiere, compañero,
Le haré una comparación.

Nace una flor en el suelo,
Una delicia es cada hoja,
Y hasta el rocío la moja
Como un bautismo del cielo.

Allí está ufana la flor,
Linda, fresca y olorosa:
A ella va la mariposa,
A ella vuela el picaflor.

Hasta el viento pasajero
Se prenda al verla tan bella,
Y no pasa por sobre ella
Sin darle un beso prinicro.

¡Lástima causa esa flor
Al verla tan consentida!
Cree que es tan larga su vida
Como fragante su olor.

Nunca vio el rayo que raja
A la renegrida nube,
Ni ve al gusano que sube,
Ni al fuego del sol que baja.

Ningún temor en el seno
De la pobrecita cabe,
Pues que se hamaca, no sabe,
Entre el fuego y el veneno.

Sus tiernas hojas despliega
Sin la menor desconfianza,
Y el gusano ya la alcanza...
Y el sol de las doce llega...

Se va el sol abrasador,
Pasa a otra planta el gusano
Y la tarde encuentra, hermano,
El cadáver de la flor.

Piense en la rubia, cuñao,
Cuando entre flores vivía
Y diga si presumía
Destino tan desgraciao.

Usté que es alcanzador
Afijesé en su memoria
Y diga: ¿es igual la historia
De la rubia y de la flor?

-Se me hace tan parecida
Que ya más no puede ser.
-Y hay más: le falta que ver
A la rubia en la crujida

-¿Qué me cuenta? ¡Desdichada!
-Por última vez se alzó
El lienzo y aparecio
En la cárcel encerrada.

-¿Sabe que yo no colijo
El por qué de la prisión?
-Tanto penar, la razón
Se le jué y mató al hijo.
Ya la habían sentenciao
A muerte, a la pobrecita,
Y en una negra camita
Dormía un sueño alterao.

Y a redoblaba el tambor,
Y el cuadro ajuera formaban
Cuando al calabozo entraban
El Demonio y el Dotor.

-¡Veanló al Diablo si larga
Sus presas así no más!
¿A qué anduvo Satanás
Hasta oír sonar la descarga?


-Esta vez se le chingó
El cuete y ya lo verá..
-Priendalé al cuento, que ya
No lo vuelvo a atajar yo.
-Al dentrar hicieron ruido
Creo que con los cerrojos:
Abrió la rubia los ojos
Y allí contra ella los vido.

La infeliz ya trastornada
A causa de tanta herida,
Se encontraba en la crujida
Sin darse cuenta de nada.

Al ver venir al Dotor
Ya comenzó a disvariar,
Y hasta le quiso cantar
Unas décimas de amor.

La pobrecita soñaba
Con sus antiguos amores,
Y creía mirar sus flores
En los fierros que miraba.
Ella creía que como antes,
Al dir a regar su güerta,
Se encontraría en la puerta
Una caja con diamantes.

Sin ver que en su situación
La caja que la esperaba,
Era la que redoblaba
Antes de la ejecución.

Redepente se afijó
En la cara de Luzbel:
Sin duda al malo vio en é1,
Porque allí muerta cayó.

Don Fausto al ver tal desgracia
De rodillas cayó al suelo,
Y dentró a pedir al cielo
La recibiese en su gracia.

Allí el hombre arrepentido
De tanto mal que había hecho,
Se daba golpes de pecho
Y lagrimeaba aflijido.

En dos pedazos se abrió
La paré de la crujida
Y no es cosa de esta vida
Lo que allí se apareció.

Y no crea que es historia:
Yo vi entre una nubecita,
La alma de la rubiecita
Que se subía a la gloria.

San Miguel en la ocasión
Vino entre nubes bajando
Con su escudo, y revoliando
Un sable tirabuzón.

Pero el Diablo que miró
El sable aquel y el escudo,
Lo mesmito que un peludo
Bajo la tierra ganó.

Cayó el lienzo finalmente
Y ahí tiene el cuento contao...
Prieste el pañuelo, cuñao:
Me está sudando la frente.

-Lo que almiro es su firmeza
Al ver esas brujerías.
-He andao cuatro o cinco días
Atacao de la cabeza.

-Ya es güeno dir ensillando...
-Tome ese último traguito
Y eche el frasco a ese pocito
Para que quede boyando.

Cuando los dos acabaron
De ensillar sus parejeros,
Como güenos compañeros,
Juntos al trote agarraron:

En una fonda se apiaron
Y pidieron de cenar:
Cuando ya iban a acabar,
Don Laguna sacó un rollo
Diciendo: -"El gasto del Pollo
De aquí se lo han de cobrar".

El Matadero, de Esteban Echeverría






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Del amor y otros demonios

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sábado, 2 de abril de 2011

FACUNDO


DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO
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Lean desde el primer párrafo completo e la pág. 29 hasta el final del capítulo. El capítulo 2 completo y el 3 hasta la pág 58.
¡Espero que lo disfruten!



http://www.unsl.edu.ar/librosgratis/gratis/facundo.pdf

LA ÚLTIMA NIEBLA

MARÍA LUISA BOMBAL




LA ÚLTIMA NIEBLA

El vendaval de la noche anterior había remojado las tejas de la
vieja casa de campo. Cuando llegamos, la lluvia goteaba en todos los
cuartos.
—Los techos no están preparados para un invierno semejante —dijeron
los criados al introducirnos en la sala, y como echaran sobre mí una
mirada de extrañeza, Daniel explicó rápidamente:
—Mi prima y yo nos casamos esta mañana. Tuve dos segundos de
perplejidad.
—"Por muy poca importancia que se haya dado a nuestro repentino
enlace, Daniel debió haber advertido a su gente" —pensé, escandalizada.
A la verdad, desde que el coche franqueó los límites de la
hacienda, mi marido se había mostrado nervioso, casi agresivo.
Y era natural.
Hacía apenas un año efectuaba el mismo trayecto con su primera
mujer; aquella muchacha huraña y flaca a quien adoraba, y que debiera
morir tan inesperadamente tres meses después. Pero ahora, ahora hay algo
como de recelo en la mirada con que me envuelve de pies a cabeza. Es la
mirada hostil con la que de costumbre acoge siempre a todo extranjero.
—¿Qué te pasa? —le pregunto.
—Te miro —me contesta—. Te miro y pienso que te conozco
demasiado...
Lo sacude un escalofrío. Se allega a la chimenea y mientras se
empeña en avivar la llama azulada que ahuma unos leños empapados,
prosigue con mucha calma:
—Hasta los ocho años, nos bañaron a un tiempo en la misma bañadera.
Luego, verano tras verano, ocultos de bruces en la maleza, Felipe y yo te
hemos acechado y visto zambullirse en el río a todas las muchachas de la
familia. No necesito ni siquiera desnudarte. De ti conozco hasta la
cicatriz de tu operación de apendicitis.
Mi cansancio es tan grande que en lugar de contestar prefiero
dejarme caer en un sillón. A mi vez, miro este cuerpo de hombre que se
mueve delante de mí. Este cuerpo grande y un poco torpe yo también lo
conozco de memoria; yo también lo he visto crecer y desarrollarse. Desde
hace años, no me canso de repetir que si Daniel no procura mantenerse
derecho terminará por ser jorobado. Y como a menudo enredé en ellos dedos
temblorosos de rabia, conozco la resistencia de sus cabellos rubios,
ásperos y crespos. En él, sin embargo, esa especie de inquietud en los
movimientos, esa mirada angustiada, son algo nuevo para mí.
Cuando era niño, Daniel no temía a los fantasmas ni a los muebles
que crujen en la oscuridad durante la noche. Desde la muerte de su mujer,
diríase que tiene siempre miedo de estar solo.
Pasamos a una segunda habitación más fría aún que la primera.
Comemos sin hablar.
—¿Te aburres? —interroga de improviso mi marido.
—Estoy extenuada —contesto.
Apoyados los codos en la mesa, me mira fijamente largo rato y
vuelve a interrogarme:
—¿Para qué nos casamos?
—Por casarnos —respondo.
Daniel deja escapar una pequeña risa.
—¿Sabes que has tenido una gran suerte al casarte conmigo?
—Sí, lo sé —replico, cayéndome de sueño.
—¿Te hubiera gustado ser una solterona arrugada, que teje para los
pobres de la hacienda?
Me encojo de hombros.
—Ese es el porvenir que aguarda a tus hermanas...
Permanezco muda. No me hacen ya el menor efecto las frases
cáusticas con que me turbaba no hace aún quince días.
Una nueva y violenta racha de lluvia se descarga contra los
vidrios. Allá, en el fondo del parque, oigo acercarse y alejarse el
incesante ladrido de los perros. Daniel se levanta y toma la lámpara.
Echa a andar. Mientras lo sigo, arrebujada en la vieja manta de vicuña,
que me echara compasivamente sobre los hombros la buena mujer que nos
sirviera una comida improvisada, compruebo con sorpresa que sus sarcasmos
no hacen sino revolverse contra él mismo. Está lívido y parece sufrir.
Al entrar en el dormitorio, suelta la lámpara y vuelve rápidamente
la cabeza, a la par que una especie de ronquido que no alcanza a reprimir
le desgarra la garganta.
Le miro extrañada. Tardo un segundo en comprender que está
llorando.
Me aparto de él, tratando de persuadirme de que la actitud más
discreta está en fingir una absoluta ignorancia de su dolor. Pero en mi
fuero interno algo me dice que ésta es también la actitud más cómoda.
Y entonces, más que el llanto de mi marido, me molesta la idea de
mi propio egoísmo. Lo dejo pasar al cuarto contiguo sin esbozar un gesto
hacia él, sin balbucir una palabra de consuelo. Me desvisto, me acuesto
y, sin saber cómo, me deslizo instantáneamente en el sueño.
A la mañana siguiente, cuando me despierto, hay a mi lado un surco
vacío en el lecho; me informan que, al rayar el alba, Daniel salió camino
del pueblo.
* * *
La muchacha que yace en ese ataúd blanco, no hace dos días
coloreaba tarjetas postales, sentada bajo el emparrado. Y ahora hela aquí
aprisionada, inmóvil, en ese largo estuche de madera, en cuya tapa han
encajado un vidrio para que sus conocidos puedan contemplar su postrera
expresión.
Me acerco y miro, por primera vez, la cara de un muerto.
Veo un rostro descolorido, sin ni un toque de sombra en los anchos
párpados cerrados. Un rostro vacío de todo sentimiento.
Esta muerta, sobre la cual no se me ocurriría inclinarme para
llamarla porque parece que no hubiera vivido nunca, me sugiere de pronto
la palabra silencio.
Silencio, un gran silencio, un silencio de años, de siglos, un
silencio aterrador que empieza a crecer en el cuarto y dentro de mi
cabeza.
Retrocedo y, abriéndome paso con nerviosa precipitación entre mudos
enlutados, alcanzo la puerta, después de haber tropezado con horribles
coronas de flores artificiales.
Atravieso casi corriendo el jardín, abro la verja. Pero, afuera,
una sutil neblina ha diluido el paisaje y el silencio es aún mas inmenso.
Desciendo la pequeña colina sobre la cual la casa está aislada
entre cipreses, como una tumba, y me voy, a bosque traviesa, pisando
firme y fuerte, para despertar un eco. Sin embargo, todo continúa mudo y
mi pie arrastra hojas caídas que no crujen porque están húmedas y como en
descomposición.
Esquivo siluetas de árboles, a tal punto estáticas, borrosas, que
de pronto alargo la mano para convencerme de que existen realmente.
Tengo miedo. En aquella inmovilidad y también en la de esa muerta
estirada allá arriba, hay como un peligro oculto.
Y porque me ataca por vez primera, reacciono violentamente contra
el asalto de la niebla.
¡Yo existo, yo existo —digo en voz alta— y soy bella y feliz! Sí,
¡feliz!; la felicidad no es más que tener un cuerpo joven y esbelto y
ágil.
No obstante, desde hace mucho, flota en mí una turbia inquietud.
Cierta noche, mientras dormía, vislumbré algo, algo que- era tal vez su
causa. Una vez despierta, traté en vano de recordarlo. Noche a noche he
tratado, también en vano, de volver a encontrar el mismo sueño.
Un soplo frío me azota la frente. Sin ruido, tocándome casi, ha
pasado sobre mí un pájaro de alas rojizas, de alas de color de otoño.
Tengo miedo nuevamente. Emprendo una carrera desesperada hacia mi casa.
Diviso a mi marido, que apacigua el trote de su caballo para
gritarme que su hermano Felipe, con su mujer y un amigo, han venido a
visitarnos de paso para la ciudad.
Entro al salón por la puerta que abre sobre el macizo de
rododendros. En la penumbra, dos sombras se apartan bruscamente una de
otra, con tan poca destreza, que la cabellera medio desatada de Regina
queda prendida a los botones de la chaqueta de un desconocido.
Sobrecogida, los miro.
La mujer de Felipe opone a mi mirada otra mirada llena de cólera.
El, un muchacho alto y muy moreno, se inclina, con mucha calma
desenmaraña las guedejas negras, y aparta de su pecho la cabeza de su
amante.
Pienso en la trenza demasiado apretada que corona sin gracia mi
cabeza. Me voy sin haber despegado los labios.
Ante el espejo de mi cuarto, desato mis cabellos, mis cabellos
también sombríos. Hubo un tiempo en que los llevé sueltos, casi hasta
tocar el hombro. Muy lacios y apegados a las sienes, brillaban como una
seda fulgurante. Mi peinado se me antojaba, entonces, un casco guerrero
que, estoy segura, hubiera gustado al amante de Regina. Mi marido me ha
obligado después a recoger mis extravagantes cabellos; porque en todo
debo esforzarme en imitar a su primera mujer, a su primera mujer que,
según él, era una mujer perfecta.
Me miro al espejo atentamente y compruebo angustiada que mis
cabellos han perdido ese leve tinte rojo que les comunicaba un extraño
fulgor, cuando sacudía la cabeza. Mis cabellos se han oscurecido. Van a
oscurecerse cada día más.
Y antes que pierdan su brillo y su violencia, no habrá nadie que
diga que tengo lindo pelo.
La casa resuena y queda vibrando durante un pequeño intervalo del
acorde que dos manos han arrancado al viejo piano del salón. Luego, un
nocturno empieza a desgranarse en un centenar de notas que van doblando y
multiplicándose.
Anudo precipitadamente mis cabellos y vuelo escaleras abajo.
Regina está tocando de memoria. A su juego confuso e incierto,
presta unidad y relieve una especie de pasión desatada, casi impúdica.
Detrás de ella, su marido y el mío fuman sin escucharla.
El piano calla bruscamente. Regina se pone de pie, cruza con
lentitud el salón, se allega a mí casi hasta tocarme. Tengo muy cerca de
mi cara su cara pálida, de una palidez que no es en ella falta de color,
sino intensidad de vida, como si estuviera siempre viviendo una hora de
violencia interior.
Regina vuelve a cruzar el salón para sentarse nuevamente junto al
piano. Al pasar sonríe a su amante, que envuelve en deseo cada uno de sus
pasos.
Parece que me hubieran vertido fuego dentro de las venas. Salgo al
jardín, huyo. Me interno en la bruma y de pronto un rayo de sol se
enciende al través, prestando una dorada claridad de gruta al bosque en
que me encuentro; hurga la tierra, desprende de ella aromas profundos y
mojados.
Me acomete una extraña languidez. Cierro los ojos y me abandono
contra un árbol. ¡Oh, echar los brazos alrededor de un cuerpo ardiente y
rodar con él, enlazada, por una pendiente sin fin...! Me siento
desfallecer y en vano sacudo la cabeza para disipar el sopor que se
apodera de mí.
Entonces me quito las ropas, todas, hasta que mi carne se tiñe del
mismo resplandor que flota entre los árboles. Y así, desnuda y dorada, me
sumerjo en el estanque.
No me sabía tan blanca y tan hermosa. El agua alarga mis formas,
que toman proporciones irreales. Nunca me atreví antes a mirar mis senos;
ahora los miro. Pequeños y redondos, parecen diminutas corolas
suspendidas sobre el agua.
Me voy enterrando hasta la rodilla en una espesa arena de
terciopelo. Tibias corrientes me acarician y penetran. Como brazos de
seda, las plantas acuáticas me enlazan el torso con sus largas raíces. Me
besa la nuca y sube hasta mi frente el aliento fresco del agua.
A la madrugada, agitaciones en el piso bajo, paseos insólitos
alrededor de mi lecho, provocan desgarrones en mi sueño. Me fatigo
inútilmente, ayudando en pensamiento a Daniel. Junto con él, abro cajones
y busco mil objetos, sin poder nunca hallarlos. Un gran silencio me
despierta, por fin.
Advierto un tremendo desorden en el cuarto y veo una cartuchera
olvidada sobre el velador.
Recuerdo entonces que los hombres debían salir de caza, para no
volver sino al anochecer.
Regina se levanta contrariada. Durante el almuerzo no cesa de
protestar ásperamente contra los caprichos intempestivos de nuestros
maridos. No le contesto, temiendo exasperarla con lo que ella llama mi
candor.
Más tarde me recuesto sobre los peldaños de la escalinata y aguzo
el oído. Hora tras hora espero en vano la detonación lejana que llegue a
quebrar este enervante silencio. Los cazadores parecen haber sido
secuestrados por la bruma...
¡Con qué rapidez la estación va acortando los días! Ya empieza a
incendiarse el poniente. Tras los vidrios de cada ventana parece brillar
una hoguera. Todo lo abrasa una roja llamarada cuyo fulgor no consigue
atenuar la niebla.
Cayó la noche. No croan las ranas y no percibo, tan siquiera, el
gemido tranquilo de algún grillo, perdido en el césped. Detrás de mí, la
casa permanece totalmente oscura.
Angustiada, entro al salón, prendo una lámpara. Ahogo una
exclamación de sorpresa. Regina se ha quedado dormida sobre el diván. La
miro. Sus rasgos parecen alisarse hacia las sienes; el contorno de sus
pómulos se ha suavizado y su piel luce aún más tersa. Me acerco. Ignoraba
que los seres embellecieran cuando reposan extendidos. Regina no parece
ahora una mujer, sino una niña, una niña muy dulce y muy indolente.
Me la imagino dormida así, en tibios aposentos alfombrados donde
toda una vida misteriosa se insinúa en un flotante perfume de cabelleras
y cigarrillos femeninos.
De nuevo en mí este dolor punzante como un grito.
Vuelvo a salir para sentarme en la oscuridad, frente a la casa. Veo
moverse luces entre los árboles. Bultos de hombres avanzan con infinitas
precauciones, trayendo grandes ramas encendidas en las manos a modo de
antorchas. Oigo el jadeo precipitado de los perros.
—¿Buena suerte? —interrogo con júbilo.
—¡Maldita niebla! —rezonga Daniel, por toda respuesta.
Hombres y animales vienen a desplomarse, exhaustos, a mis pies. Se
alinea delante de mí una profusión de alas muertas, de pobres cuerpos
mutilados, embarrados.
El amante de Regina deja caer sobre mis rodillas una torcaza aún
caliente y que destila sangre:
Pego un alarido y la rechazo, nerviosa. Mientras todos se alejan
riendo, el cazador se obstina en mantener, contra mi voluntad, aquel
vergonzoso trofeo en mi regazo. Me debato como puedo y llorando casi de
indignación. Cuando él afloja su forzado abrazo, levanto la cara.
Me intimida su mirada escrutadora y bajo los ojos. Al levantarlos
de nuevo, noto que me sigue mirando. Lleva la camisa entreabierta y de su
pecho se desprende un olor a avellanas y a sudor de hombre limpio y
fuerte. Le sonrío turbada. Entonces él, levantándose de un salto, penetra
en la casa sin volver la cabeza.
La niebla se estrecha, cada día más, contra la casa. Ya hizo
desaparecer las araucarias cuyas ramas golpeaban la balaustrada de la
terraza. Anoche soñé que, por entre rendijas de las puertas y ventanas,
se infiltraba lentamente en la casa, en mi cuarto, y esfumaba el color de
las paredes, los contornos de los muebles, y se entrelazaba a mis
cabellos, y se me adhería al cuerpo y lo deshacía todo, todo... Sólo, en
medio del desastre, quedaba intacto el rostro de Regina, con su mirada de
fuego y sus labios llenos de secretos.
Hace varias horas que hemos llegado a la ciudad. Detrás de la
espesa cortina de niebla, suspendida inmóvil alrededor de nosotros, la
siento pesar en la atmósfera.
La madre de Daniel ha hecho abrir el gran comedor y encender todos
los candelabros sobre la larga mesa de familia donde, en una punta, nos
amontonamos, entumecidos. Pero el vino dorado, que nos sirven en copas de
pesado cristal, nos entibia las venas; su calor nos va trepando por la
garganta hasta las sienes.
Daniel, ligeramente achispado, promete restaurar en nuestra casa el
oratorio abandonado. Al final de la comida hemos convenido que mi suegra
vendrá con nosotros al campo.
Mi dolor de estos últimos días, ese dolor lancinante como una
quemadura, se ha convertido en una dulce tristeza que me trae a los
labios una sonrisa cansada. Cuando me levanto, debo apoyarme en mi
marido. No sé por qué me siento tan débil y no sé por qué no puedo dejar
de sonreír.
Por primera vez desde que estamos casados, Daniel me acomoda las
almohadas. A medianoche me despierto, sofocada. Me agito largamente entre
las sábanas, sin llegar a conciliar el sueño. Me ahogo. Respiro con la
sensación de que me falta siempre un poco de aire para cada soplo. Salto
del lecho, abro la ventana. Me inclino hacia afuera y es como si no
cambiara de atmósfera. La neblina, esfumando los ángulos, tamizando los
ruidos, ha comunicado a la ciudad la tibia intimidad de un cuarto
cerrado.
Una idea loca se apodera de mí. Sacudo a Daniel, que entreabre los
ojos.
—Me ahogo. Necesito caminar. ¿Me dejas salir?
—Haz lo que quieras —murmura, y de nuevo recuesta pesadamente la
cabeza en la almohada.
Me visto. Tomo al pasar el sombrero de paja con que salí de la
hacienda. El portón es menos pesado de lo que pensaba. Echo a andar,
calle arriba.
La tristeza reafluye a la superficie de mi ser con toda la
violencia que acumulara durante el sueño. Ando, cruzo avenidas y pienso:
—Mañana volveremos al campo. Pasado mañana iré a oír misa al
pueblo, con mi suegra. Luego, durante el almuerzo, Daniel nos hablará de
los trabajos de la hacienda. En seguida visitaré el invernáculo, la
pajarera, el huerto. Antes de cenar, dormitaré junto a la chimenea o
leeré los periódicos locales. Después de comer me divertiré en provocar
pequeñas catástrofes dentro del fuego, removiendo desatinadamente las
brasas. A mi alrededor, un silencio indicará muy pronto que se ha agotado
todo tema de conversación y Daniel ajustará ruidosamente las barras
contra las puertas. Luego nos iremos a dormir. Y pasado mañana será lo
mismo, y dentro de un año, y dentro de diez; y será lo mismo hasta que la
vejez me arrebate todo derecho a amar y a desear, y hasta que mi cuerpo
se marchite y mi cara se aje y tenga vergüenza de mostrarme sin
artificios a la luz del sol.
Vago al azar, cruzo avenidas y sigo andando.
No me siento capaz de huir. De huir, ¿cómo, adonde? La muerte me
parece una aventura más accesible que la huida. De morir, sí, me siento
capaz. Es muy posible desear morir porque se ama demasiado la vida.
Entre la oscuridad y la niebla vislumbro una pequeña plaza. Como en
pleno campo, me apoyo extenuada contra un árbol. Mi mejilla busca la
humedad de su corteza. Muy cerca, oigo una fuente desgranar una sarta de
pesadas gotas.
La luz blanca de un farol, luz que la bruma transforma en vaho,
baña y empalidece mis manos, alarga a mis pies una silueta confusa, que
es mi sombra. Y he aquí que, de pronto, veo otra sombra junto a la mía.
Levanto la cabeza.
Un hombre está frente a mí, muy cerca de mí. Es joven; unos ojos
muy claros en un rostro moreno y una de sus cejas levemente arqueada,
prestan a su cara un aspecto casi sobrenatural. De él se desprende un
vago pero envolvente calor.
Y es rápido, violento, definitivo. Comprendo que lo esperaba y que
le voy a seguir como sea, donde sea. Le echo los brazos al cuello y él
entonces me besa, sin que por entre sus pestañas las pupilas luminosas
cesen de mirarme.
Ando, pero ahora un desconocido me guía. Me guía hasta una calle
estrecha y en pendiente. Me obliga a detenerme. Tras una verja, distingo
un jardín abandonado. El desconocido desata con dificultad los nudos de
una cadena enmohecida.
Dentro de la casa la oscuridad es completa, pero una mano tibia
busca la mía y me incita a avanzar. No tropezamos contra ningún mueble;
nuestros pasos resuenan en cuartos vacíos. Subo a tientas la larga
escalera, sin que necesite apoyarme en la baranda, porque el desconocido
guía aún cada uno de mis pasos. Lo sigo, me siento en su dominio,
entregada a su voluntad. Al extremo de un corredor, empuja una puerta y
suelta mi mano. Quedo parada en el umbral de una pieza que, de pronto, se
ilumina.
Doy un paso dentro de una habitación cuyas cretonas descoloridas le
comunican no sé qué encanto anticuado, no sé qué intimidad melancólica.
Todo el calor de la casa parece haberse concentrado aquí. La noche y la
neblina pueden aletear en vano contra los vidrios de la ventana; no
conseguirán infiltrar en este cuarto un solo átomo de muerte.
Mi amigo corre las cortinas y ejerciendo con su pecho una suave
presión, me hace retroceder, lentamente, hacia el lecho. Me siento
desfallecer en dulce espera y, sin embargo, un singular pudor me impulsa
a fingir miedo. El entonces sonríe, pero su sonrisa, aunque tierna, es
irónica. Sospecho que ningún sentimiento abriga secretos para él. Se
aleja, simulando a su vez querer tranquilizarme. Quedo sola.
Oigo pasos muy leves sobre la alfombra, pasos de pies descalzos. El
está nuevamente frente a mí, desnudo. Su piel es oscura, pero un vello
castaño, al cual se prende la luz de la lámpara, lo envuelve de pies a
cabeza en una aureola de claridad. Tiene piernas muy largas, hombros
rectos y caderas estrechas. Su frente está serena y sus brazos cuelgan
inmóviles a lo largo del cuerpo. La grave sencillez de su actitud le
confiere como una segunda desnudez.
Casi sin tocarme, me desata los cabellos y empieza a quitarme los
vestidos. Me someto a su deseo callada y con el corazón palpitante. Una
secreta aprensión me estremece cuando mis ropas refrenan la impaciencia
de sus dedos. Ardo en deseos de que me descubra cuanto antes su mirada.
La belleza de mi cuerpo ansia, por fin, su parte de homenaje.
Una vez desnuda, permanezco sentada al borde de la cama. El se
aparta y me contempla. Bajo su atenta mirada, echo la cabeza hacia atrás
y este ademán me llena de íntimo bienestar. Anudo mis brazos tras la
nuca, trenzo y destrenzo las piernas y cada gesto me trae consigo un
placer intenso y completo, como si, por fin, tuvieran una razón de ser
mis brazos y mi cuello y mis piernas. ¡Aunque este goce fuera la única
finalidad del amor, me sentiría ya bien recompensada!
Se acerca; mi cabeza queda a la altura de su pecho, me lo tiende
sonriente, oprimo a él mis labios y apoyo en seguida la frente, la cara.
Su carne huele a fruta, a vegetal. En un nuevo arranque echo mis brazos
alrededor de su torso y atraigo, otra vez, su pecho contra mi mejilla.
Lo abrazo fuertemente y con todos mis sentidos escucho. Escucho
nacer, volar y recaer su soplo; escucho el estallido que el corazón
repite incansable en el centro del pecho y hace repercutir en las
entrañas y extiende en ondas por todo el cuerpo, transformando cada
célula en un eco sonoro. Lo estrecho, lo estrecho siempre con más afán;
siento correr la sangre dentro de sus venas y siento trepidar la fuerza
que se agazapa inactiva dentro de sus músculos; siento agitarse la
burbuja de un suspiro. Entre mis brazos, toda una vida física, con su
fragilidad y su misterio, bulle y se precipita. Me pongo a temblar.
Entonces él se inclina sobre mí y rodamos enlazados al hueco del
lecho. Su cuerpo me cubre como una grande ola hirviente, me acaricia, me
quema, me penetra, me envuelve, me arrastra desfallecida. A mi garganta
sube algo así como un sollozo, y no sé por qué empiezo a quejarme, y no
sé por qué me es dulce quejarme, y dulce a mi cuerpo el cansancio
infligido por la preciosa carga que pesa entre mis muslos.
Cuando despierto, mi amante duerme extendido a mi lado. Es plácida
la expresión de su rostro; su aliento es tan leve que debo inclinarme
sobre sus labios para sentirlo. Advierto que, prendida a una finísima,
casi invisible cadena, una medallita anida entre el vello castaño del
pecho; una medallita trivial, de esas que los niños reciben el día de su
primera comunión. Mi carne toda se enternece ante este pueril detalle.
Aliso un mechón rebelde apegado a su sien, me incorporo sin despertarlo.
Me visto con sigilo y me voy.
Salgo como he venido, a tientas.
Ya estoy fuera. Abro la verja. Los árboles están inmóviles y
todavía no amanece. Subo corriendo la callejuela, atravieso la plaza,
remonto avenidas. Un perfume muy suave me acompaña: el perfume de mi
enigmático amigo. Toda yo he quedado impregnada de su aroma. Y es como si
él anduviera aún a mi lado o me tuviera aún apretada en su abrazo o
hubiera deshecho su vida en mi sangre, para siempre.
Y he aquí que estoy extendida al lado de otro hombre dormido.
—"Daniel, no te compadezco, no te odio, deseo solamente que no
sepas nunca nada de cuanto me ha ocurrido esta noche..."
¿Por qué, en otoño, esa obstinación de hacer constantemente barrer las
avenidas?
Yo dejaría las hojas amontonarse sobre el césped y los senderos,
cubrirlo todo con su alfombra rojiza y crujiente que la humedad tornaría
luego silenciosa. Trato de convencer a Daniel para que abandone un poco
el jardín. Siento nostalgia de parques abandonados, donde la mala hierba
borre todas las huellas y donde arbustos descuidados estrechen los
caminos.
Pasan los años. Me miro al espejo y me veo, definitivamente
marcadas bajo los ojos, esas pequeñas arrugas que sólo me afluían, antes,
al reír. Mi seno está perdiendo su redondez y consistencia de fruto
verde. La carne se me apega a los huesos y ya no parezco delgada, sino
angulosa. Pero, ¡qué importa! ¡Qué importa que mi cuerpo se marchite, si
conoció el amor! Y qué importa que los años pasen, todos iguales. Yo tuve
una hermosa aventura, una vez... Tan sólo con un recuerdo se puede
soportar una larga vida de tedio. Y hasta repetir, día a día, sin
cansancio, los mezquinos gestos cotidianos.
Hay un ser que no puedo encontrar sin temblar. Lo puedo encontrar
hoy, mañana o dentro de diez años. Lo puedo encontrar aquí, al final de
una alameda o en la ciudad, al doblar una esquina. Tal vez nunca lo
encuentre. No importa; el mundo me parece lleno de posibilidades; en cada
minuto hay para mí una espera, cada minuto tiene para mí su emoción.
Noche a noche, Daniel se duerme a mi lado, indiferente como un
hermano. Lo abrigo con indulgencia porque hace años, toda una larga
noche, he vivido del calor de otro hombre. Me levanto, enciendo a
hurtadillas una lámpara y escribo:
"He conocido el perfume de tu hombro y desde ese día soy tuya. Te
deseo. Me pasaría la vida tendida, esperando que vinieras a apretar
contra mi cuerpo tu cuerpo fuerte y conocedor del mío, como si fuera su
dueño desde siempre. Me separo de tu abrazo y todo el día me persigue el
recuerdo de cuando me suspendo a tu cuello y suspiro sobre tu boca."
Escribo y rompo.
Hay mañanas en que me invade una absurda alegría. Tengo el
presentimiento de que una felicidad muy grande va a caer sobre mí en el
espacio de veinticuatro horas. Me paso el día en una especie de
exaltación. Espero. ¿Una carta, un acontecimiento imprevisto? No sé, a la
verdad.
Ando, me interno monte adentro y, aunque es tarde, acorto el paso a
mi vuelta. Concedo al tiempo un último plazo para el advenimiento del
milagro. Entro al salón con el corazón palpitante.
Tumbado en un diván, Daniel bosteza, entre sus perros. Mi suegra
está devanando una nueva madeja de lana gris. No ha venido nadie, no ha
pasado nada. La amargura de la decepción no me dura sino el espacio de un
segundo. Mi amor por "él" es tan grande que está por encima del dolor de
la ausencia. Me basta saber que existe, que siente y recuerda en algún
rincón del mundo...
La hora de comida me parece interminable.
Mi único anhelo es estar sola para poder soñar, soñar a mis anchas.
¡Tengo siempre tanto en qué pensar! Ayer tarde, por ejemplo, dejé en
suspenso una escena de celos entre mi amante y yo.
Detesto que después de cenar me soliciten para la tradicional
partida de naipes. Me gusta sentarme junto al fuego y recogerme para
buscar entre las brasas los ojos claros de mi amante. Bruscamente,
despuntan como dos estrellas y yo permanezco entonces largo rato sumida
en esa luz. Nunca como en esos momentos recuerdo con tanta nitidez la
expresión de su mirada.
Hay días en que me acomete un gran cansancio y, vanamente, remuevo
las cenizas de mi memoria para hacer saltar la chispa que crea la imagen.
Pierdo a mi amante.
Un gran viento me lo devolvió la última vez. Un viento que derrumbó
tres nogales e hizo persignarse a mi suegra, lo indujo a llamar a la
puerta de la casa. Traía los cabellos revueltos y el cuello del gabán muy
subido. Pero yo lo reconocí y me desplomé a sus pies. Entonces él me
cargó en sus brazos y me llevó así, desvanecida, en la tarde de viento...
Desde aquel día no me ha vuelto a dejar.
El pálido otoño parece haber robado al estío esta ardiente mañana
de sol. Busco mi sombrero de paja y no lo hallo. Lo busco primero con
calma, luego, con fiebre... porque tengo miedo de hallarlo. Una gran
esperanza ha nacido en mí. Suspiro, aliviada, ante la inutilidad de mis
esfuerzos. Ya no hay duda posible. Lo olvidé una noche en casa de un
desconocido. Una felicidad tan intensa me invade, que debo apoyar mis dos
manos sobre el corazón para que no se me escape, liviano como un pájaro.
Además de un abrazo, como a todos los amantes, algo nos une para siempre.
Algo material, concreto, indestructible: mi sombrero de paja.
* * *
Estoy ojerosa y, a menudo, la casa, el parque, los bosques,
empiezan a girar vertiginosamente dentro de mi cerebro y ante mis ojos.
Trato de imponerme cierto reposo, pero es sólo caminando que puedo
imprimir un ritmo a mis sueños, abrirlos, hacerlos describir una curva
perfecta. Cuando estoy quieta, todos ellos se quiebran las alas sin
poderlas abrir.
Llega el día de nuestro décimo aniversario matrimonial. La familia
se reúne en nuestra hacienda, salvo Felipe y Regina, cuya actitud es
agriamente censurada.
Como para compensar la indiferencia en medio de la cual se efectuó
hace años nuestro enlace, hay ahora un exceso de abrazos, de regalos y
una gran comida con numerosos brindis.
En la mesa, la mirada displicente de Daniel tropieza con la mía.
Hoy he visto a mi amante. No me canso de pensarlo, de repetirlo en voz
alta. Necesito escribir: hoy lo he visto, hoy lo he visto.
Sucedió este atardecer, cuando yo me bañaba en el estanque.
De costumbre permanezco allí largas horas, el cuerpo y el
pensamiento a la deriva. A menudo no queda de mí, en la superficie, más
que un vago remolino; yo me he hundido en un mundo misterioso donde el
tiempo parece detenerse bruscamente, donde la luz pesa como una sustancia
fosforescente, donde cada uno de mis movimientos adquiere sabias y
felinas lentitudes y yo exploro minuciosamente los repliegues de ese
antro de silencio. Recojo extrañas caracolas, cristales que al traer a
nuestro elemento se convierten en guijarros negruzcos e informes. Remuevo
piedras bajo las cuales duermen o se revuelven miles de criaturas
atolondradas y escurridizas.
Emergía de aquellas luminosas profundidades cuando divisé a lo
lejos, entre la niebla, venir silencioso, como una aparición, un carruaje
todo cerrado. Tambaleando penosamente, los caballos se abrían paso entre
los árboles y la hojarasca sin provocar el menor ruido.
Sobrecogida me agarré a las ramas de un sauce y no reparando en mi
desnudez suspendí medio cuerpo fuera del agua.
El carruaje avanzó lentamente, hasta arrimarse a la orilla opuesta
del estanque. Una vez allí, los caballos agacharon el cuello y bebieron,
sin abrir un solo círculo en la tersa superficie.
Algo muy grande para mí iba a suceder. Mi corazón y mis nervios lo
presentían.
Tras la ventanilla estrecha del carruaje vi, entonces, asomarse e
inclinarse, para mirarme, una cabeza de hombre.
Reconocí inmediatamente los ojos claros, el rostro moreno de mi
amante.
Quise llamarlo, pero mi impulso se quebró en una especie de grito
ronco, indescriptible. No podía llamarlo, no sabía su nombre. El debió
ver la angustia pintada en mi semblante, pues, como para tranquilizarme,
esbozó a mi intención una sonrisa, un leve ademán de la mano. Luego,
reclinándose hacia atrás, desapareció de mi vista.
El carruaje echó a andar nuevamente y sin darme tan siquiera tiempo
para nadar hacia la orilla, se perdió de improviso en el bosque, como si
se lo hubiera tragado la niebla.
Sentí un leve golpe azotarme la cadera. Volví mi cara estupefacta.
La balsa ligera en que el hijo menor del jardinero se desliza sobre el
agua, estaba inmovilizada detrás de mí.
Apretando los brazos contra mi pecho desnudo, le grité, frenética:
—¿Lo viste, Andrés, lo viste?
—Sí, señora, lo vi —asintió tranquilamente el muchacho.
—¿Me sonrió, no es verdad, Andrés, me sonrió?
—Sí, señora. Qué pálida está usted. Salga pronto del agua, no se
vaya a desmayar —dijo, e imprimió vuelo a su embarcación.
Provisto de una red, continuó barriendo las hojas secas que el
otoño recostaba sobre el estanque...
Vivo agobiada por la felicidad.
Ignoro cuáles serán los proyectos de mi amigo, pero estoy segura de
que respira muy cerca de mí.
La aldea, el parque, los bosques, me parecen llenos de su
presencia. Ando por todos lados con la convicción de que él acecha cada
uno de mis pasos.
Grito: "¡Te quiero!" "¡Te deseo!", para que llegue hasta su
escondrijo la voz de mi corazón y de mis sentidos.
Ayer una voz lejana respondió a la mía: "¡Amooor!" Me detuve, pero,
aguzando el oído, percibí un rumor confuso de risas ahogadas. Muerta de
vergüenza caí en cuenta de que los leñadores parodiaban así mi llamado.
Sin embargo —es absurdo—, en ese momento, mi amigo me pareció aún
más cerca. Como si aquellos simples hubieran sido, inconscientemente, el
portavoz de su pensamiento.
Dócilmente, sin desesperación, espero siempre su venida. Después de
la cena, bajo al jardín para entreabrir furtivamente una de las persianas
del salón. Noche a noche, si él lo desea, podrá verme sentada junto al
fuego o leyendo bajo la lámpara. Podrá seguir cada uno de mis movimientos
e infiltrarse, a su antojo, en mi intimidad. Yo no tengo secretos para
él...
Por las tardes, salgo a la terraza a la hora en que Andrés surge en
el fondo del parque, de vuelta del trabajo.
Me estremezco al divisarlo con su red al hombro y sus pies
descalzos. Se me figura que va a entregarme algún mensaje importante, al
pasar. Pero, cada vez, se pierde, indiferente, entre los pinos.
Me recuesto entonces sobre los peldaños de la escalinata y me
consuelo, pensando en que la llovizna que me salpica el rostro es la
misma que está aleteando contra el pecho de mi amigo o resbalando por los
cristales de su ventana.
A menudo, cuando todos duermen, me incorporo en el lecho y escucho.
Calla súbitamente el canto de las ranas. Allá muy lejos, del corazón de
la noche, oigo venir unos pasos. Los oigo aproximarse lentamente, los
oigo apretar el musgo, remover las hojas secas, quebrar las ramas que le
entorpecen el camino. Son los pasos de mi amante. Es la hora en que él
viene a mí. Cruje la tranquera. Oigo la cabalgata enloquecida de los
perros y oigo, distintamente, el murmullo que los aquieta.
Reina nuevamente el silencio y no percibo nada más.
Pero tengo la certidumbre de que mi amigo se arrima bajo mi ventana
y permanece allí, velando mi sueño, hasta el amanecer.
Una vez suspiró despacito y yo no corrí a sus brazos porque aún no
me ha llamado.
Ignoro por qué huye sin haberme llamado.
De vuelta del pueblo, Andrés me informa, displicentemente, de que
un día vio alejarse a todo galope, camino de la ciudad, un coche todo
cerrado.
Sin embargo, no sufro desaliento alguno. He vivido horas felices y
ahora que ha venido, sé que volverá.
Hacía años que Daniel no me besaba y por eso no me explico cómo
pudo aquello suceder.
Tal vez hubo una leve premeditación de mi parte. ¡Oh, alguien que
en estos largos días de verano lograra aliviar mi tedio! Sin embargo,
todo fue imprevisto y tremendo y hay un vacío en mi memoria hasta el
momento en que me descubrí, entre los brazos de mi marido.
Mi cuerpo y mis besos no pudieron hacerlo temblar, pero lo
hicieron, como antes, pensar en otro cuerpo y en otros labios. Como hace
años, lo volví a ver tratando furiosamente de acariciar y desear mi carne
y encontrando siempre el recuerdo de la muerta entre él y yo. Al
abandonarse sobre mi pecho, su mejilla, inconscientemente, buscaba la
tersura y los contornos de otro pecho. Besó mis manos, me besó toda,
extrañando tibiezas, perfumes y asperezas familiares. Y lloró locamente,
llamándola, gritándome al oído cosas absurdas que iban dirigidas a ella.
Oh, nunca, nunca, su primera mujer lo ha poseído más desgarrado,
más desesperado por pertenecerle, como esta tarde. Queriendo huirla
nuevamente, la ha encontrado, de pronto, casi dentro de sí.
En el lecho, yo quedé tendida y sollozante, con el pelo adherido a
las sienes mojadas, muerta de desaliento y de vergüenza. No traté de
moverme, ni siquiera de cubrirme. Me sentía sin valor para morir, sin
valor para vivir. Mi único anhelo era postergar el momento de pensar.
Y fue para hundirme en esa miseria que traicioné a mi amante.
* * *
Hace ya un tiempo que no distingo las facciones de mi amigo, que lo
siento alejado. Le escribo para disipar un naciente malentendido:
"Yo nunca te he engañado. Es cierto que, durante todo el verano,
entre Daniel y yo se ha vuelto a anudar con frecuencia ese feroz abrazo,
hecho de tedio, perversidad y tristeza. Es cierto que hemos permanecido a
menudo encerrados en nuestro cuarto hasta el anochecer, pero nunca te he
engañado. Ah, si pudiera contentarte esta sola afirmación mía. Mi
querido, mi torpe amante, obligándome a definir y a explicar, das
carácter y cuerpo de infidelidad a un breve capricho de verano.
¿Deseas que hable a pesar de todo? Obedezco.
Un día ardiente nos tenía, a mi marido y a mí, enjaulados frente a
frente, llorando casi de enervamiento y de ocio. Mi segundo encuentro con
Daniel fue idéntico al primero. El mismo anhelo sordo, el mismo abrazo
desesperado, el mismo desengaño. Como la vez anterior, quedé tendida,
humillada y jadeante.
Y entonces se produjo el milagro.
Un murmullo leve, levísimo, empezó a mecerme, mientras una delicada
frescura con olor a río se infiltraba en el cuarto. Era la primera lluvia
de verano.
Me sentí menos desgraciada, sin saber por qué. Una mano rozó mi
hombro.
Daniel estaba de pie junto al lecho. Una sonrisa amable erraba en
su semblante. Me tendía un vaso de cristal empañado y filtrando hielo.
Como yo alzara lánguidamente la cabeza, él, con insólita ternura,
acuñó su brazo bajo mi nuca y por entre mis labios resecos empezó a
volcarme todos los fresales del bosque diluidos en un helado jarabe.
Un gran bienestar me invadió.
Fuera crecía y se esparcía el murmullo de la lluvia, como si ésta
multiplicara cada una de sus hebras de plata. Un soplo de brisa hacía
palpitar las sedas de las ventanas.
Daniel volvió a extenderse a mi lado y largas horas permanecimos
silenciosos, mientras lenta, lenta, se alejaba la lluvia como una bandada
de pájaros húmedos.
La alcoba quedó sumida en un crepúsculo azulado en donde los
espejos, brillando como aguas apretadas, hacían pensar en un reguero de
claras charcas.
Cuando mi marido encendió la lámpara, en el techo, una pequeña
araña, sorprendida en quién sabe qué sueños de atardecer, se escurrió
para ocultarse. "Augurio de felicidad", balbucí, y volví a cerrar los
ojos. Hacía meses que no me sentía envuelta en tan divina y animal
felicidad.
¿Y ahora, comprendes por qué volví a Daniel?
¿Qué me importaba su abrazo? Después venía el hecho, convertido ya
en infalible rito, de darme de beber; después era el gran descanso en el
amplio lecho.
Herméticamente cerradas las claras sedas de las ventanas y sumido así en
una semioscuridad resplandeciente, nuestro cuarto parecía una gran carpa
rosada tendida al sol, donde mi lucha contra el día se hacía sin angustia
ni lágrimas de enervamiento.
Imaginaba hombres avanzando penosamente por carreteras
polvorientas, soldados desplegando estrategias en llanuras cuya tierra
hirviente debía requebrarles la suela de las botas. Veía ciudades
duramente castigadas por el implacable estío, ciudades de calles vacías y
establecimientos cerrados, como si el alma se les hubiera escapado y no
quedara de ellas sino el esqueleto, todo alquitrán, derritiéndose al sol.
Y en el momento en que sentía cierto extraño nudo retorcerse en mi
garganta, hasta sofocarme, la lluvia empezaba a caer. Se apoderaba
entonces de mí el mismo bienestar del primer día. Me parecía sentir el
agua resbalar dulcemente a lo largo de mis sienes afiebradas y sobre mi
pecho repleto de sollozos.
Oh amigo adorado, ¿comprendes ahora que nunca te engañé?
Todo fue un capricho, un inofensivo capricho de verano. "¡Tú eres
mi primer y único amante!"
* * *
Han prendido fuego a todos los montones de hojas secas y el jardín
se ha esfumado en humo, como hace años en la bruma. Esta noche no logro
dormir. Salto del lecho, abro la ventana y el silencio es tan grande
afuera como en nuestro cuarto cerrado. Me vuelvo a tender y entonces
sueño.
Hay una cabeza reclinada sobre mi pecho, una cabeza que minuto a
minuto se va haciendo más pesada, más pesada, y que me oprime hasta
sofocarme. Despierto. ¿No será acaso un llamado? En una noche como ésta
lo encontré...; tal vez haya llegado el momento de un segundo encuentro.
Echo un abrigo sobre mis hombros. Mi marido se incorpora, medio
dormido.
—¿A dónde vas?
—Me ahogo, necesito caminar... No me mires así: ¿Acaso no he salido
otras veces, a esta misma hora?
—¿Tú? ¿Cuándo?
—Una noche que estuvimos en la ciudad.
—¡Estás loca! Debes haber soñado. Nunca ha sucedido algo
semejante...
Temblando me aferró a él.
—No necesitas sacudirme. Estoy bien despierto. Nunca, te repito,
¡nunca!
Asegurando mi voz, trato de persuadirle:
—Recuerda. Fue una noche de niebla. Cenamos en el gran comedor, a
la luz de los candelabros...
— ¡Sí y bebimos tanto y tan bien que dormimos toda la noche de un
tirón!
Grito: ¡No! Suplico: ¡Recuerda, recuerda!
Daniel me mira fijamente un segundo, luego me interroga con sorna:
—¿Y en tu paseo encontraste gente aquella noche?
—A un hombre —respondo provocante.
—¿Te habló?
—Sí.
—¿Recuerdas su voz?
¿Su voz? ¿Cómo era su voz? No la recuerdo. ¿Por qué no la recuerdo?
Palidezco y me siento palidecer. Su voz no la recuerdo... porque no la
conozco. Repaso cada minuto de aquella noche extraordinaria. He mentido a
Daniel. No es verdad que aquel hombre me haya hablado.
—¿No te habló? Ya ves, era un fantasma...
Esta duda que mi marido me ha infiltrado; esta duda absurda y ¡tan
grande! Vivo como con una quemadura dentro del pecho. Daniel tiene razón.
Aquella noche bebí mucho, sin darme cuenta, yo que nunca bebo... Pero en
el corazón de la ciudad esa plaza que yo no conocía y que existe... ¿Pude
haberla concebido sólo en sueños?... ¿Y mi sombrero de paja? ¿Dónde lo
perdí, entonces?
Sin embargo, ¡Dios mío! ¿Es posible que un amante no despliegue los
labios ni una vez en toda una larga noche? Tan sólo en los sueños los
seres se mueven silenciosos como fantasmas.
¿Dónde está Andrés? ¡Cómo es posible que no haya pensado hasta
ahora en consultarlo!
Correré en su busca, le preguntaré: "¿Andrés, tú no ves visiones
jamás?" "Oh, no, señora". "¿Recuerdas el desconocido del coche?" "Como si
fuera hoy, lo recuerdo y recuerdo también que sonrió a la señora..."
No dirá más, pero me habrá salvado de esta atroz incertidumbre.
Porque si hay un testigo de la existencia de mi amante, ¿quién me puede
asegurar, entonces, que no es Daniel quien ha olvidado mi paseo nocturno?
—¿Dónde está Andrés? —pregunto a sus padres, que están sentados
frente al pabellón en que viven.
—De mañanita salió a limpiar el estanque —me contestan.
—No- lo divisé por allá —grito nerviosa—. ¡Necesito verlo pronto,
pronto!
¿Dónde está Andrés? Lo llaman, lo buscan en el jardín, en el
parque, en los bosques.
—Habrá ido al pueblo sin avisar. Que la señora no se impaciente.
Volverá luego, el muy haragán...
Espero, espero el día entero. Andrés no vuelve del pueblo. A la
mañana siguiente encuentran su chaqueta de brin sobre una balsa que flota
a la deriva en el estanque.
—La red, al engancharse en algo, debe haberlo arrastrado. El
infeliz no sabía nadar y...
—¿Qué dices? —interrumpo; y como Daniel me mira extrañado, me
abrazo a él gritando desesperadamente—. ¡No! ¡No! ¡Tiene que vivir,
tienes que buscarlo!
Se le busca, en efecto, y se extrae, dos días después, su cadáver
amoratado, llenas de frías burbujas de plata las cavidades de los ojos,
roídos los labios que la muerte tornó indefensos contra el agua y el
tiempo.
Ante su padre que se postró sin un gemido, yo me atreví a tocarlo y
a llamarlo.
Y ahora, ¿ahora cómo voy a vivir?
* * *
Noche a noche oigo a lo lejos pasar todos los trenes. Veo en
seguida el amanecer infiltrar, lentamente, en el cuarto, una luz sucia y
triste. Oigo las campanas del pueblo dar todas las horas, llamar a todas
las misas, desde la misa de seis, adonde corren mi suegra y dos criadas
viejas. Oigo el aliento acompasado de Daniel y su difícil despertar.
Cuando él se incorpora en el lecho, cierro los ojos y finjo dormir.
Durante el día no lloro. No puedo llorar. Escalofríos me empuñan de
golpe, a cada segundo, para traspasarme de pies a cabeza con la rapidez
de un relámpago. Tengo la sensación de vivir estremecida.
¡Si pudiera enfermarme de verdad! Con todas mis fuerzas anhelo que
una fiebre o algún dolor muy fuerte venga a interponerse algunos días
entre mi duda y yo.
Y me dije: si olvidara, si olvidara todo; mi aventura, mi amor, mi
tormento. Si me resignara a vivir como antes de mi viaje a la ciudad, tal
vez recobraría la paz...
Empecé entonces a forzarme a vivir muy despacio, concentrando mi
imaginación y mi espíritu en los menesteres de cada segundo.
Vigilé, sin permitirme distracción alguna, el difícil salvamento de
las enredaderas, que el viento había derribado. Hice barrer las telarañas
de la azotea, y mandé llamar a un cerrajero para que forzara la chapa de
un mueble, donde muchos libros se alinean, cubiertos de polvo.
Desechando todo ensueño, rebusqué y traté de confinarme en los más
humildes placeres, elegir caballo, seguir al capataz en su ronda
cotidiana, recoger setas junto con mi suegra, aprender a fumar.
¡Ah! ¡Cómo hacen para olvidar las mujeres que han roto con un
amante largo tiempo querido e incorporado a la trama ardiente de sus
vidas!
Mi amor estaba allí, agazapado detrás de las cosas; todo a mi
alrededor estaba saturado de mi sentimiento, todo me hacía tropezar
contra un recuerdo. El bosque, porque durante años paseé allí mi
melancolía y mi ilusión; el estanque, porque, desde su borde, divisé, un
día, a mi amigo, mientras me bañaba; el fuego en la chimenea, porque en
él surgía para mí, cada noche, su imagen.
Y no podía mirarme al espejo, porque mi cuerpo me recordaba sus
caricias.
Corrí de un lado a otro para afrontarlo todo de una vez, para
recibir todos los golpes en un solo día, y fui a caer después, jadeante,
sobre el lecho.
Pero a nada conseguí despojar de su poder de herirme. Había en las
cosas como un veneno que no terminaba de agotarse.
Mi amor estaba, también, agazapado, detrás de cada uno de mis
movimientos. Como antes, extendía a menudo los brazos para estrechar a un
ser invisible. Me levantaba medio dormida para escribir y, con la pluma
en la mano, recordaba, de pronto, que mi amante había muerto.
—¿Cuánto, cuánto tiempo necesitaré para que todos estos reflejos se
borren, sean reemplazados por otros reflejos?
A veces, cuando llego a distraerme unos minutos, siento, de
repente, que voy a recordar. La sola idea del dolor por venir me aprieta
el corazón. Y junto mis fuerzas para resistir su embestida, pero el dolor
llega, y me muerde, y entonces grito, grito despacio para que nadie oiga.
Soy una enferma avergonzada de su mal.
¡Oh, no! ¡Yo no puedo olvidar!
Y si llegara a olvidar, ¿cómo haría entonces para vivir?
Bien sé ahora que los seres, las cosas, los días, no me son soportables
sino vistos a través del estado de vida que me crea mi pasión.
Mi amante es para mí más que un amor, es mi razón de ser, mi ayer,
mi hoy, mi mañana.
La noticia llega una madrugada, por intermedio de un telegrama que
mi marido sacude, febril, ante mis ojos. Mientras pugno por rechazar el
aturdimiento de un sueño bruscamente interrumpido, Daniel corre, azorado,
a golpear, sin miramiento, el cuarto de su madre. Transcurridos algunos
segundos comprendo. Regina está en peligro de muerte. Debemos salir sin
tardanza para la ciudad. Me incorporo en el lecho, llena de alegría, de
una alegría casi feroz. Ir a la ciudad, he ahí la solución de todas mis
angustias. Recorrer sus calles, buscar la casa misteriosa, divisar al
desconocido, hablarle y tal vez, tal vez...; pero en aquello soñaré más
tarde. No hay que agotar tanta felicidad de un golpe. Ya tengo suficiente
como para saltar ágilmente del lecho.
Recuerdo que la causa de mi alegría es también una desgracia. Grave
y ausente doy órdenes y arreglo el equipaje.
En el tren pregunto el porqué del estado de Regina. Se me mira con
extrañeza, con indignación: —¿En qué estoy pensando siempre? ¿Aún no me
he impuesto de que lo que agrava la inquietud de todos es, justamente, la
vaguedad de la noticia? Es muy posible que se nos haya informado de esa
manera sólo para no alarmarnos. Podría ser que Regina estuviera ya... A
la verdad, mi distracción raya casi en la locura.
No contesto, y, durante todo el trayecto, contengo, a duras penas,
la sonrisa de esperanza que se obstina en prestar a mi rostro una
animación insólita.
En la sala de la clínica, de pie, taciturnos y con los ojos fijos
en la puerta, Daniel, la madre y yo formamos un grupo siniestro. La
mañana es fría y brumosa. Tenemos los miembros entumecidos y el corazón
apretado de angustia, como entumecido también.
Si no fuera por un olor a éter y a desinfectante, me creería en el
locutorio del convento en que me eduqué. He aquí el mismo impersonal y
odioso moblaje, las mismas ventanas, altas y desnudas, dando sobre el
mismo parque barroso que tanto odié.
La puerta se abre. Es Felipe. No está pálido, ni desgreñado, ni
tiene los párpados hinchados ni las ojeras del que ha llorado. No. Le
pasa algo peor que todo eso. Lleva en la cara una expresión indefinible
que es trágica, pero que no se adivina a qué sentimiento responde. La voz
es fría, opaca:
—Se ha pegado un tiro. Puede que viva. Un gemido, luego una pausa.
La madre se ha arrojado al cuello de su hijo y solloza convulsivamente.
— ¡Pobre, pobre Felipe!
Con gesto de sonámbulo, el hijo la sostiene, sin inmutarse, como si
estuviera compadeciendo a otro... Daniel se oprime la frente.
—La trajeron de casa de su amante —me dice en voz baja.
Lo miro y desdeño en pensamiento sus mezquinas reacciones. Orgullo
herido, sentido del decoro.
Sé que la piedad es el sentimiento adecuado a la situación, pero yo
tampoco la siento. Inquieta, doy un paso hacia la ventana y apoyo la
frente contra los cristales empañados de neblina. Trato de hacer palpitar
mi corazón endurecido.
¡Regina! Semanas de lucha, de gestos desesperados e inútiles,
largas noches durante las cuales el pensamiento se retuerce enloquecido;
evasiones dentro del sueño rescatadas por despertares cruelmente lúcidos,
fueron acorralándola hasta este último gesto.
Regina supo del dolor cuya quemadura no se puede soportar; del
dolor dentro del cual no se aguarda el momento infalible del olvido,
porque, de pronto, no es posible mirarlo frente a frente un día más.
Comprendo, comprendo y, sin embargo, no llego a conmoverme.
¡Egoísta, egoísta!, me digo, pero algo en mí rechaza el improperio. En
realidad, no me siento culpable de no conmoverme. ¿No soy yo, acaso, más
miserable que Regina?
Tras el gesto de Regina hay un sentimiento intenso, toda una vida
de pasión. Tan sólo un recuerdo mantiene mi vida, un recuerdo cuya llama
debo alimentar día a día para que no se apague. Un recuerdo tan vago y
tan lejano, que me parece casi una ficción. La desgracia de Regina: una
llaga consecuencia de un amor, de un verdadero amor, de ese amor hecho de
años, de cartas, de caricias, de rencores, de lágrimas, de engaños. Por
primera vez me digo que soy desdichada, que he sido siempre horrible y
totalmente desdichada.
¿Son míos estos sollozos cortos y monótonos, estos sollozos
ridículos como un hipo, que siembran, de repente, el desconcierto?
Se me acuesta en un sofá. Se me hace beber a sorbos un líquido muy
amargo. Alguien me da golpecitos condescendientes en la espalda, que me
exasperan, mientras un señor de aspecto grave me habla cariñoso y bajo,
como a una enferma.
Pero no lo escucho, y cuando me levanto ya he tomado una
resolución.
La fiebre me abrasa las sienes y me seca la garganta. En medio de
la neblina, que lo inmaterializa todo, el ruido sordo de mis pasos que me
daba primero cierta segundad empieza ahora a molestarme y a angustiarme.
Sufro la impresión de que alguien viene siguiéndome, implacable, con una
orden secreta.
Busco una casa de persianas cerradas, de rejas enmohecidas. ¡Esta
neblina! ¡Si una ráfaga de viento hubiera podido descorrerla, como un
velo, tan sólo esta tarde, ya habría encontrado, tras dos árboles
retorcidos y secos, la fachada que busco desde hace más de dos horas!
Recuerdo que se encuentra en una calle estrecha y en pendiente, entre
cuyas baldosas desparejas crece el musgo. Recuerdo, también, que se halla
muy cerca de la plazoleta donde el desconocido me tomó de la mano...
Pero esa misma plazoleta tampoco la encuentro. Creo haber hecho el
recorrido exacto que emprendí, hace años, y, sin embargo, doy vueltas y
vueltas sin resultado alguno. La niebla, con su barrera de humo, prohibe
toda visión directa de los seres y de las cosas, incita a aislarse dentro
de sí mismo. Se me figura estar corriendo por calles vacías.
En medio de tanto silencio mis pasos se me antojan, de pronto, un
ruido insoportable, el único ruido en el mundo, un ruido cuya regularidad
parece consciente y que debe cobrar, en otros planetas, resonancias
misteriosas.
Me dejo caer sobre un banco para que se haga, por fin, el silencio
en el universo y dentro de mí. Ahora, mi cuerpo entero arde como una
brasa.
Detrás de mí, tal un poderoso aliento, una frescura insólita me
penetra la nuca, los hombros. Me vuelvo. Vislumbro árboles en la neblina.
Estoy sentada al borde de una plazoleta cuyo surtidor se ha callado, pero
cuyos verdes senderos respiran una olorosa humedad.
Sin un grito, me pongo de pie y corro. Tomo la primera calle a la
derecha, doblo una esquina y diviso los dos árboles de gruesas ramas
convulsas, la oscura pátina de una alta fachada.
Estoy frente a la casa de mi amante. Las persianas continúan
cerradas. El no llegará sino al anochecer. Pero yo quiero saborear el
placer de saberme ante su casa. Contemplo, gozosa, el jardín abandonado.
Me aprieto a las frías rejas para sentirlas muy sólidas contra mi carne.
¡No fue un sueño, no!
Sacudo la verja y ésta se abre, rechinando. Noto que no la aseguran
ya sus viejas cadenas. Me invade una repentina inquietud. Subo corriendo
la escalinata, me paro frente a la mampara y oprimo un botón oxidado. Un
sonido de timbre lejano responde a mi gesto. Transcurren varios minutos.
Resuelta ya a marcharme, espero un segundo más, no sé por qué. Me acomete
una especie de vértigo. La puerta se ha abierto.
Un criado me invita a pasar, con la mirada. Aturdida, doy un paso
hacia adentro. Me encuentro en un hall donde una inmensa galena de
cristales abre sobre un patio florido. Aunque la luz no es cruda, entorno
los ojos, penosamente deslumbrada. ¿No esperaba acaso sumirme en la
penumbra?
—Avisaré a la señora —insinúa el criado y se aleja.
¿La señora? ¿Qué señora? Paseo una mirada a mi alrededor. ¿Y esta
casa, qué tiene que ver con la de mis sueños? Hay muebles de mal gusto,
telas chillonas, y en un rincón cuelga, de una percha, una jaula con dos
canarios. En las paredes, retratos de gente convencional. Ni un solo
retrato en cuya imagen pueda identificar a mi desconocido.
Un gemido lejano desgarra el silencio, un gemido tranquilo, un
gemido prolongado que parece venir del piso superior. Me inunda una
súbita dulzura. Para orientarme, cierro los ojos y, como en aquella
lejana noche de amor, subo, a tientas, una escalera que noto ahora
alfombrada. Ando a lo largo de estrechos corredores, voy hacia el gemido
que me llama siempre. Lo siento cada vez más cerca. Empujo una última
puerta y miro.
¿Dónde la suavidad del gran lecho y la melancolía de las viejas
cretonas? Las paredes están tapizadas de libros y de mapas. Bajo una
lámpara, y parado frente a un atril, hay un niño estudiando violín.
Al pie de la escalera, el criado me espera, respetuoso.
—La señora no está.
—¿Y su marido? —pregunto, de súbito.
Una voz glacial me contesta:
—¿El señor? Falleció hace más de quince años.
—¡Cómo!
—Era ciego. Resbaló en la escalera. Lo encontramos muerto...
Me voy, huyo.
Con la vaga esperanza de haberme equivocado de calle, de casa,
continúo errando por una ciudad fantasma. Doy vueltas y más vueltas.
Quisiera seguir buscando, pero ya ha anochecido y no distingo nada.
Además ¿para qué luchar? Era mi destino. La casa, y mi amor, y mi
aventura, todo se ha desvanecido en la niebla; algo así como una garra
ardiente me toma, de pronto, por la nuca; recuerdo que tengo fiebre.
De nuevo este singular olor a hospital. Daniel y yo cruzamos
puertas abiertas a pequeños antros oscuros donde formas confusas suspiran
y se agitan.
—Dicen que ha perdido mucha sangre —pienso, mientras una enfermera
nos introduce al cuarto donde una mujer está postrada en un catre de
hierro blanco.
Regina está tan fea que parece otra. Algunos mechones muy lacios, y
como impregnados de sudor, le cuelgan hasta la mitad del cuello. Le han
cortado el pelo. Se le transparentan las aletas de la nariz y, sobre la
sábana, yace inmóvil una mano extrañamente crispada.
Me acerco. Regina tiene los ojos entornados y respira con
dificultad. Como para acariciarla, toco su mano descarnada. Me arrepiento
casi en seguida de mi ademán porque, a este leve contacto, ella revuelca
la cabeza de un lado a otro de la almohada emitiendo un largo quejido. Se
incorpora de pronto, pero recae pesadamente y se desata entonces en un
llanto desesperado. Llama a su amante, le grita palabras de una
desgarradora ternura. Lo insulta, lo amenaza y lo vuelve a llamar.
Suplica que la dejen morir, suplica que la hagan vivir para poder verlo,
suplica que no lo dejen entrar mientras ella tenga olor a éter y a
sangre. Y vuelve a prorrumpir en llanto.
A mi alrededor murmuran que vive así, en continua exaltación, desde
el momento fatal en que...
El corazón me da un vuelco. Veo a Regina desplomándose sobre un
gran lecho todavía tibio. Me la imagino aferrada a un hombre y temiendo
caer en ese vacío que se está abriendo bajo ella y en el cual
soberbiamente decidió precipitarse. Mientras la izaban al carro
ambulancia, boca arriba en su camilla, debió ver oscilar en el cielo
todas las estrellas de esa noche de otoño. Vislumbro en las manos del
amante, enloquecido de terror, dos trenzas que de un tijeretazo han
desprendido, empapadas de sangre.
Y siento, de pronto, que odio a Regina, que envidio su dolor, su
trágica aventura y hasta su posible muerte. Me acometen furiosos deseos
de acercarme y sacudirla duramente, preguntándole de qué se queja, ¡ella,
que lo ha tenido todo! Amor, vértigo y abandono.
En el preciso instante en que voy saliendo, una ambulancia entra al
hospital. Me aprieto contra la pared, para dejarla pasar, mientras
algunas voces resuenan bajo la bóveda del portón... "Un muchacho, lo
arrolló un automóvil..."
El hecho de lanzarse bajo las ruedas de un vehículo requiere una
especie de inconsciencia. Cerraré los ojos y trataré de no pensar durante
un segundo.
Dos manos que me parecen brutales me atraen vigorosamente hacia
atrás. Una tromba de viento y de estrépito se escurre delante de mí.
Tambaleo y me apoyo contra el pecho del imprudente que ha creído
salvarme.
Aturdida, levanto la cabeza. Entreveo la cara roja y marchita de un
extraño. Luego me aparto violentamente, porque reconozco a mi marido.
Hace años que lo miraba sin verlo. ¡Qué viejo lo encuentro, de pronto!
¿Es posible que sea yo la compañera de este hombre maduro? Recuerdo, sin
embargo, que éramos de la misma edad cuando nos casamos.
Me asalta la visión de mi cuerpo desnudo y extendido sobre una mesa
en la Morgue. Carnes mustias y pegadas a un estrecho esqueleto, un
vientre sumido entre las caderas... El suicidio de una mujer casi vieja,
¡qué cosa repugnante e inútil! ¿Mi vida no es acaso ya el comienzo de la
muerte? Morir para rehuir; ¿qué nuevas decepciones?, ¿qué nuevos dolores?
Hace algunos años hubiera sido, tal vez,.razonable destruir, en un solo
impulso de rebeldía, todas las fuerzas en mí acumuladas, para no verlas
consumirse, inactivas. Pero un destino implacable me ha robado hasta el
derecho de buscar la muerte; me ha ido acorralando lentamente,
insensiblemente, a una vejez sin fervores, sin recuerdos...; sin pasado.
Daniel me toma del brazo y echa a andar con la mayor naturalidad.
Parece no haber dado ninguna importancia al incidente. Recuerdo la noche
de nuestra boda... A su vez, él finge, ahora, una absoluta ignorancia de
mi dolor. Tal vez sea mejor, pienso, y lo sigo.
Lo sigo para llevar a cabo una infinidad de pequeños menesteres;
para cumplir con una infinidad de frivolidades amenas; para llorar por
costumbre y sonreír por deber. Lo sigo para vivir correctamente, para
morir correctamente, algún día.
Alrededor de nosotros, la niebla presta a las cosas un carácter de
inmovilidad definitiva.