miércoles, 6 de octubre de 2010

Keif, de Silvina Ocampo




Keif era misterioso. Conservo una fotografía de cuando era muy joven. Sus
párpados entrecerrados dejaban ver la intermitente ferocidad amarilla de sus
ojos. Cuando me miraba me daba miedo. Lo conocí una tarde de enero cuando
fui por primera vez a la casa de Fedora a comprar un grabador alemán que vi
anunciado en un diario. Llegué y encontré la puerta abierta. En los balnearios, la
gente deja sus casas abiertas. Sin golpear las manos ni dar el desusado grito
"Ave María", que mi tatarabuela daba y que yo solía dar con voz de vieja, para
reírme un poco, entré en la casa. Al pie de la escalera vi sentado a Keif. Tuve un
momento de terror, pensando que el terror podía costarme caro. ¿Acaso los
perros no se enfurecen cuando uno se asusta?. Keif no se movió, cruzó una pata
sobre la otra, espantó una mosca con la cola. Quedé inmóvil en el umbral de la
puerta, temiendo que cualquier otro movimiento que yo hiciera para entrar o
salir me costara la vida. En el silencio todo se volvió más irreal. Pensé que
estaba soñando o que habían puesto en el diario una dirección equivocada. Al
cabo de algunos minutos oí el ruido de unos pasos y arriba de la escalera vi a
una mujer que se asomó con su perfume a barniz y a cosméticos.
—¿Qué desea?. —susurró como si revelara un secreto—.
—¿Está la señorita Fedora Brown?.
—Soy yo. ¿Viene por el aviso?.
—Vine a ver el grabador.
—Suba —me dijo—. No tenga miedo —agregó, bajando las escaleras—. Keif
no le hará nada.
Al decir éstas palabras se inclinó y tomó la cadena que estaba enganchada
al collar de Keif.
—Me obedece —dijo Fedora—.
Con el pie separó las patas de Keif e imperiosamente le ordenó que se
levantara. Subimos las escaleras.
—Sígame. En mi cuarto está el grabador.
Entramos en el dormitorio desde cuya ventana se divisaba el mar.
—Aquí esta —me dijo, mostrándome una valija gris—. Es lo único que traje
de mi último viaje. Esta valija y Keif.
—¿No le tiene miedo?.
—¿Miedo? —interrogó—. Es más manso que un perro amaestrado.
—¿Come mucho?.
—Muchísimo. Como una bestia. Verlo comer me indigesta.
Keif la miraba mientras hablaba, sin quitarle los ojos de encima. De vez en
cuando ella murmuraba "Keif quédese quieto", aunque el tigre no se moviera.
—¿Keif? ¿Por qué le puso Keif? –inquirí—.
—Keif en árabe quiere decir "saborear la existencia animal sin las molestias
de la conversación, sin los desagrados de la memoria ni la vanidad del
pensamiento". Le queda bien ¿verdad?
—No podría llamarse de otro modo —le contesté con énfasis—.
—Enseñarle a obedecer me da satisfacción. Si yo fuera más joven trabajaría
con él en un circo.
—Pero ¿acaso usted no es joven?.
—Nunca uno es bastante joven. A los cuatro años, tal vez, pero ¡de qué
sirve! —Mirando a Keif agregó en voz baja: —Creo que lo hipnotizo con la
mirada—.
—¿Y si él la hipnotizara?.
—¿Si él me hipnotizara?. Nunca pensé que pudiera suceder. Quedamos un
momento sin decir nada. Para interrumpir el silencio, pregunté:
—¿Tiene otras cosas en venta?.
—Sí. Por ejemplo: un anillo de brillantes, una pulsera de esmeraldas, mis
abrigos de piel, un cuadro de Renoir y este grabador. No lo hago por necesidad,
lo hago porque me gustan los cambios. En vez del brillante, compraré un zafiro;
en vez de los abrigos de visón, un abrigo de marta; en vez de las esmeraldas,
rubíes; en vez del Renoir, un Picasso; en vez del grabador, una cámara
fotográfica. La fortuna, por mucho que se tenga, no es infinita. En cuanto me
aburren las cosas las vendo y como son siempre buenas, me las compran bien.
Desde chiquita soy así. ¿Quiere probar el grabador?. Tengo una cinta grabada.
Abrió la tapa del grabador, movió los diales y se oyó un rugido, después
otro. Me dijo extasiada:
—Es Keif. ¿Lo reconoce?.
Luego se oyó una voz destemplada.
—Soy yo —musitó—, hablándole a Keif. ¿Quiere grabar algo?. Grabé unos
monosílabos mientras observaba el manejo del grabador, que decidí comprar.
Nos quedamos conversando un rato, mirando el mar y un velero a lo lejos.
Fedora me dijo que era independiente, pero que por culpa de Keif después del
último viaje había perdido su independencia.
—Todo nos ata —me dijo—. Cuando menos pensamos estamos
esclavizados.
Me había olvidado de la presencia de Keif. Las ventanas estaban de par en
par abiertas.
—I don't know what to do with him —me dijo Fedora, mirando de soslayo a
Keif, como si quisiera que no la entendiera—. I care so much for him, but I can't
keep him always with me. He is a nuisance. In the Zoo they want to buy him for
a lot of money.
—And why don't you? —contesté en mi mal inglés—.
—I can not. I simply can not do it.
La desmedida aflicción de su respuesta me conmovió. Al despedirme me
acerqué tal vez demasiado y retrocedió.
—He is jealous —me dijo—.
Sin discutir el precio pagué lo que me pidió por el grabador, tomé la valijita
y bajé las escaleras prometiendo a Fedora que volvería a visitarla.
Como no había aprendido detalladamente el manejo del grabador, muy
pronto fui de nuevo a ver a Fedora para que me lo explicara. Estaba echada
sobre una estera, frente a la ventana, al sol, casi desnuda. A sus pies Keif
dormía como embalsamado. Delacroix hubiera pintado bien ese cuadro exótico.
Después de darme las explicaciones que yo reclamaba, Fedora me dijo:
—Estoy resuelta a cambiar de vida. Estoy harta de ésta.
—¿Va a entrar de monja?.
—No. Me voy a ir de esta vida.
—¿Cree en la transmigración de las almas? —le pregunté sonriendo—.
—Naturalmente –respondió—.
—¿Y cómo vas a hacer? —le dije, tuteándola por primera vez—. Es tan difícil
cambiar de vida como de cuerpo.
—Me voy a suicidar.
—Te vas a suicidar?.
—No. No es nada trágico; voy a suicidarme de un modo agradable —
contestó.
—¿Y hay modos agradables de suicidarse?.
—Tal vez. Cualquier cosa desagradable se puede hacer de un modo
agradable —arguyó—, pero no acepto la idea de que un acto agradable pueda
volverse desagradable en un momento dado. Adoro el mar; siempre que me
baño quisiera quedarme en el agua más tiempo del que me quedo: quedarme
hasta morir. Eso es lo que voy a hacer: dejarme morir en el deleite del agua. En
una hermosa mañana, al alba, entraré en el mar como cualquier otro día; sentiré
la efervescencia del agua en mi piel. No, no sería un suicidio trágico como el de
Alfonsina Storni en Mar del Plata, ni patético como el de Virginia Woolf en no sé
qué río de Inglaterra. Seguiré bañándome hasta el mediodía, hasta la caída de la
tarde. Sobrevendrá luego el crepúsculo y la noche, y volverá la aurora y la
mañana siguiente, y el mediodía y el crepúsculo y la noche y la subsiguiente
aurora; y yo sentiré el cambio de las temperaturas y veré los colores del agua,
conviviré con las algas, con la espuma, con el rocío, hasta el fin, cuando
desvanecida, indefensa, me disuelva como un terrón de azúcar o me llene de
agua como una esponja. Entonces mi alma vagando blandamente buscará un
cuerpo para vivir de nuevo. Lo encontrará en un niño o en un animal recién
nacido, o aprovechará el desvanecimiento de un ser para entrar por el intersticio
que deja en el cuerpo la pérdida de conocimiento. Me dejaré morir de un modo
agradable. Y después vendrá lo más divertido de todo: otra vida. ¿Comprendes?.
—Comprendo —musité—. Pero creo que nadie es capaz de hacer una cosa
así. ¿Estás harta de la vida?.
—Tengo todo lo que se puede pedir en el mundo, hasta un pedacito de
playa, que es mío.
—Nadie es capaz de dejarse morir en el agua de ese modo —protesté—.
—Yo soy capaz —me dijo—.
Me reí. Sin hacer caso, prosiguió:
—¿Te ocuparías de Keif?. Es lo único que me inquieta: abandonar a Keif en
este mundo, me parece cobarde. Te dejaría dinero para los gastos de su
alimentación. Haría mi testamento. Tal vez te dejaría todo lo que tengo.
Pensé: "¿Esto es recibir una herencia?. Nunca hubiera soñado una situación
tan extraña".
—¿Aceptas? —me dijo Fedora, encendiendo un cigarrillo—. Te dejo todos
mis bienes y ni siquiera te pido que lleves luto. ¿Aceptas? –repitió—.
—Acepto, si eso te da placer —le dije, sintiéndome culpable—.
¿Acaso era una broma?. Aceptando su proposición ¿yo la instigaba a
cometer el suicidio?. Me dejé caer de rodillas sobre la estera, a su lado.
—Basta de bromas, Fedora. Parecen tan serias las locuras que dices, que
tengo la tentación de creerte.
—Créeme —dijo Fedora, pero su ademán parecía contradecir sus palabras.
Apagó el cigarrillo, lo dejó en el cenicero, se alisó frívolamente el pelo, se
pintó la boca sin mirarse en un espejo, arqueando la boca entreabierta, se echó
boca abajo sobre la estera para tomar sol.
—En mi próxima reencarnación seré tal vez una amazona. Ningún Teseo ni
Aquiles me vencerá.
—¿Irás entonces en busca del pasado? —le dije en broma—.
—Una amazona de circo —prosiguió—, o domadora; tal vez prefiera esto
último. Es mi vocación. Saludaré al público después de poner mi cabeza dentro
de la boca de un león. Pienso siempre en las diferencias que habrá entre esta y
la otra vida. ¡Es tan entretenido!. ¡Cuántas veces caminamos con Fedora por la
orilla del mar siguiendo los diseños que dejaba la espuma sobre la arena!. Pasé
unos días sin verla. No sabía cuándo hablaba en broma y cuándo hablaba en
serio, de modo que la amenaza del suicidio no me preocupaba mayormente.
Acerca de las divagaciones sobre la transmigración del alma sólo pensé que se
debían al libro de las Metamorfosis de Ovidio, que alguien le regaló para su
cumpleaños. Comencé a inquietarme por su suerte; comencé también a
extrañarla. Había notado algo insólito en su conducta: cuando salía de su casa se
despedía de Keif diciéndole: "¿Volveré a verte, amor mío? ¿Qué harás sin mí en
este mundo, mi ángel?", mirándolo en el fondo de los ojos.
Así es la amistad: uno vive toda una vida sin ver a una persona y de pronto
esa persona es lo único que cuenta en la vida. Fui a visitar a Fedora una mañana
calurosa, al alba. Me había dicho que siempre, al alba, cuando hacía calor,
bajaba a bañarse. Le prometí Sorprenderla en su mentira. Sabía que era
dormilona. Hicimos un pacto: en días de calor, si yo me despertaba antes que
ella, iría a despertarla para acompañarla a la playa; en cambio, si ella se
despertaba antes, vendría a buscarme. Se me acababan las vacaciones y
pensaba que no podría visitarla a otras horas, pues como buena holgazana,
Fedora no tenía nunca tiempo para nada. Aproveché la hora insólita del alba;
llegué cautelosamente; llamé a la puerta. Nadie me abrió. Noté que la puerta no
estaba cerrada con llave. En cuanto abrí la puerta, velozmente Keif salió de la
casa. Yo entré. Subí la escalera corriendo. No había nadie. Me asomé a la
ventana por donde se divisaba el pedacito de playa que pertenecía a Fedora. En
la luz espectral del alba vi recortado el cuerpo de Keif, que se deslizaba como un
enorme perro perdido. En la orilla del agua se detuvo, husmeando el agua,
retrocediendo y avanzando con el movimiento de las olas, hasta que se acostó y
quedó chato como la arena. No se me ocurrió pensar que Fedora podía cumplir
con su descabellado propósito, hasta que vi sobre su mesa un sobre lacrado a mi
nombre con la palabra testamento. Bajé a la playa. Pero ¿dónde estaba la
inmensa ola de mi sueño recurrente que me cubriría, ese sueño que me había
perseguido desde la infancia?. No. No era un sueño. ¿En qué se diferenciaba el
sueño de la realidad?. En la duración, en el olor. Keif olía a fiera. Eran las cinco
de la mañana. Yo llevaba entre mis manos la cadena fría y el collar un poquito
oxidado. Durante horas los dos juntos, Keif y yo, miramos el agua rosada del
amanecer que traería después el cadáver rutilante de Fedora. Al verlo, pensé:
"No debo desvanecerme. Tengo frío, tiemblo". Perdí el conocimiento.
A nadie le extrañó que Fedora hubiera muerto ahogada. Sólo a mí. Era una
nadadora imprudente. A nadie le extrañó su testamento. Sólo a mí. No tenía
parientes y era excéntrica.
Sin mayores complicaciones, salvo las que significaba Keif, me instalé en la
casa de Fedora, ante el asombro de mi familia, que me acusó de rebeldía, de
imprudencia, de falta de dignidad. Frecuenté a sus amigos (esas amistades
hechas de despedidas, que uno tiene siempre en los balnearios): me revelaron
secretos de la muerta. Contemplé su álbum de fotografías que era como una
pequeña historia ilustrada de su vida; dormí en su cama, leí a la luz de la misma
lámpara que iluminaba su libro. Me miré en su espejo, usé su perfume, me peiné
con sus peines, vi el paisaje desde su ventana, bajo la luna, bajo el sol de todas
las horas del día. Cambié de carácter. En ciertas oportunidades, algunas
personas me dijeron frases inquietantes como éstas: "De lejos te pareces a
Fedora", o bien "Dijiste esas palabras como las decía Fedora". Pensé que Fedora
se había apoderado de mí al morir.
Mi vida transcurrió con una apacible felicidad frente al mar, como la de
Fedora junto a Keif. Tuve dificultades que había previsto: el jardinero no quería
venir a trabajar; decía que la mitad de lo que yo gastaba en alimentar a Keif
podría alimentar a todos sus hijos: no toleraba esas injusticias. Mi sirvienta
también se fue, porque quería que le subiera el sueldo de acuerdo con lo que yo
gastaba en el mantenimiento de Keif. Keif lentamente se acostumbró a mí. A
veces parecía esperar a Fedora.
Pasé cuatro años de una vida agradable, aunque mi familia tratara con sus
cartas de amargarme la existencia. ¿Cómo describir una vida sin tiempo como
fue aquella?. Mis horas holgazanas pasadas de esplendor en esplendor. Sólo
recuerdo de esos días paisajes, luces, fragancias, sabores, músicas. Mi única
preocupación era sentir que me había transformado en Fedora. Con horror de
pronto pensaba en mi imprudente desvanecimiento a orillas del mar cuando vi a
Fedora ahogada. Pregunté a la gente que me había socorrido si algo insólito
había sucedido en aquel momento e interrogué al médico que llamaron. De nada
servía. Sin embargo, permanecí impasible como si viera desde afuera los motivos
de mi inquietud.
Un día a las cinco de la tarde golpeó a la puerta un hombre con su familia.
Tenían que hablar conmigo. El hombre era alto, enjuto y de pelo rojo. La mujer
de mediana estatura era tan delgada que aunque estuviera de frente parecía
siempre de perfil. Traían una niña de cuatro años vestida con un pantalón rojo,
ajustado, y una camiseta celeste. Los hice pasar al cuarto de Fedora. Les dije:
—No se asusten.
—Keif no hace nada —balbuceó la niña—.
¿Habría oído mal?. Me pregunté de dónde podía conocer ese nombre. Me
pareció que había dicho Keif. No era gente del lugar ni habían tenido oportunidad
de ver a Keif.
La familia sonrió, como de común acuerdo, y la niñita inmediatamente quiso
montar sobre el lomo de Keif. Los padres, lejos de oponerse a ello, la instaban
para que volviera a hacer lo mismo en cuanto bajaba. Lo más extraño de todo
fue la simpatía que mostraba tener Keif por la niñita.
Con algunas vacilaciones, el hombre me dijo:
—Somos del circo Amazonia. Venimos a pedirle que nos venda esta fiera. —
Y señalando con la mano a la niñita, agregó:
—Queremos que sea domadora: lo tiene en la sangre. Le gustan también
los caballos; podría ser una celebre amazona, pero hay muchas en nuestra
compañía. Con nuestro permiso ya puso una vez la cabeza en la boca de un león.
Hizo otros ejercicios no menos peligrosos. Trajo mucho público de las afueras a
nuestro circo. El enano de Costa Rica la presentaba.
—Pero ella clama por un tigre —interrumpió la mujer—. Le pagaremos lo
que usted nos pida.
La niña se había abrazado al pescuezo de Keif y me miraba con ojos de
suplica. Accedí.

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